Me está pasando algo muy extraño: en los años ’60, Buenos Aires me parecía una ciudad muy actual y muy contemporánea, pero a medida que fueron pasando las décadas me fui dando cuenta de que en esa ciudad de los ’60 los autos, los edificios y la gente lucían francamente anticuados, y que la Buenos Aires que está verdaderamente a tono con la época es ésta de hoy.
¿Por qué será que la contemporaneidad se esfuma tan rápidamente y le da ese aire un tanto ridículo y vetusto a las cosas que antes me parecían tan maravillosamente modernas?
¿Sentirán lo mismo que yo las personas que dentro de 40 o 50 años se detengan a contemplar la realidad de hoy?
No lo sé, pero esa manía que tiene la contemporaneidad de envejecer tan rápidamente me tiene muy preocupado.
Si esto sigue así, me pregunto adónde irá a parar la contemporaneidad del arte contemporáneo, esa que tanto apasiona al diario La Nación, empeñado como está en una incesante operación de prensa, cuyo objetivo es convencernos de que el arte contemporáneo es absolutamente maravilloso, y de que sus éxitos de venta y de público no dejan de crecer.
Y digo operación de prensa porque los diarios británicos, franceses y españoles publican muchas cosas a favor del arte contemporáneo, encomian los logros de Arco y la Tate, por ejemplo, pero también publican comentarios adversos de gente tan calificada como Marc Fumaroli o Robert Hughes. Sin embargo, los editores de arte de La Nación están convencidos de que la cobertura del quehacer artístico debe ser un mar de unanimidad.
Se trata, claro, de un propósito noble: quieren convencer al soberano de que la pintura y la escultura son cosas del pasado, y de que el arte debe responder a lo que ellos llaman el espíritu de la época.
Y si alguien no está de acuerdo con sus postulados, lo califican de conservador, reaccionario o derechista (¡¡!!), lo cual resulta bastante insólito, porque se podrá acusar de muchas cosas a La Nación, sobre todo si se es kirchnerista, pero a nadie se le ocurriría afirmar que es un diario de izquierda.
Sin embargo, en su cruzada a favor del arte contemporáneo escribieron que Robert Hughes “es de derecha” porque critica a Damien Hirsch.
Pero la ambigüedad y la contradicción no se detienen allí; fíjense ustedes que La Nación aplaude a rabiar las críticas a la sociedad de consumo que tanto abundan en el arte contemporáneo, pero a la vez recomienda a sus lectores que compren arte contemporáneo, y aplaude con entusiasmo los récords de venta que alcanzan los artistas contemporáneos en los remates.
Esa doble conducta me desconcierta y me obliga a preguntarme: ¿en qué quedamos? ¿Están a favor o en contra del consumo?
Y por otro lado, ¿qué tiene de malo la sociedad de consumo?
¿Acaso prefieren las sociedades de hambre y miseria, como Etiopía, Cuba, Corea del Norte o Haití?
Pero volvamos al comienzo: yo creo que si el gran mérito del arte contemporáneo es justamente ese, el de ser contemporáneo, estamos en un problema, porque la contemporaneidad de hoy es el pasado de mañana.
Por eso me permito aconsejarle a los editores de arte de La Nación que aflojen un poquito con la unanimidad y el triunfalismo: tengan en cuenta que el futuro podría dejarlos mal parados.