Revista Cultura y Ocio
Vivimos en una época en la que la visibilidad (física, emocional…) se impone. Dicha visibilidad alcanza hasta el detalle de nuestras relaciones –redes- sociales. Quizás el ojo nunca haya conocido una avidez como la actual. A los sistemas de poder no se les escapa la potencialidad que otorgan los nuevos medios para ejercer su control y posterior represión. Controles de velocidad, cámaras de vigilancia omnipresentes, análisis para detectar la ingesta de drogas… Hasta esos cuartos de baño japoneses en los que tras hacer pis en el váter un espejo muta en pantalla donde se nos muestra el resultado del análisis de orina. Y mientras tanto un centenar de ‘poderosos’ se reúnen en Sitges (esa ciudad asociada al –cine de- terror) en absoluto anonimato, out of record, para decidir los destinos del mundo. La invisibilidad se ha convertido en un privilegio del que muy pocos pueden gozar. Metáfora de lo divino, el poderoso aspira a verlo todo sin ser él mismo contemplado. Puede decirse que acumula mayor poder aquél que más y mejor puede ver sin ser él visto. De ahí la delicuescencia e inmaterialidad del poder en estos tiempos en los que más que nunca cobramos conciencia de que los supuestos poderosos (los políticos que detentan el poder ejecutivo) no son más que títeres en manos de fuerzas oscuras e inmateriales (inmateriales por invisibles) denominados, por ejemplo, ‘los especuladores’ o ‘los mercados’. Pynchon es un escritor todopoderoso porque nadie lo ha visto nunca. El mundo no se divide entre proletarios y capitalistas, sino entre perfiles visibles e invisibles. ‘Preferiría no ser visto’ podría convertirse entonces en lo más parecido a un lema aristocrático.