Revista Cultura y Ocio
Nacida el 19 de mayo de 1932 como Héléne Elizabeth Louise Amaelie Paula Dolores Poniatowska Amor, la ganadora del Cervantes es hija de la mexicana Paula Amor y del descendiente del último rey de Polonia, el príncipe Jean E. Poniatowski. No se encontraba entre los favoritos a conseguir el Cervantes, nació en Francia, pero al estallar la Segunda Guerra Mundial se trasladó con su madre a México mientras su padre participaba en el desembarco de Normandía. La escritora se incorporó a la vida mexicana sorprendiéndose «por la pobreza que en Francia no había visto». Comenzó a escribir en un periódico en la década de los cincuenta y, desde entonces, no ha dejado de escribir en ambos sentidos, en el literario y en el periodístico. Consolidó su carrera ligada a este periodismo literario con obras como La noche de Tlatelolco (1971), sobre la matanza estudiantil en Ciudad de México, pero en su bibliografía figuran más de 40 obras, entre las que destacan Hasta no verte Jesús mío, La piel del cielo, Querido Diego, te abraza Quiela, La flor de Lis o Tinísima.
Poniatowska se ha convertido en la cuarta mujer que gana el Premio Cervantes en los 38 años de vida que tiene el galardón, autora de obras emblemáticas que describen el siglo XX desde una proyección internacional e integradora, Poniatowska constituye, según el jurado, «una de las voces más poderosas de la literatura en español en estos días».
Dice el texto de Pacheco: «Si el arte, según Picasso, es una mentira que sirve para decir la verdad, muchos libros de Elena Poniatowska son ficciones que nos permiten entender las más hirientes realidades mexicanas. Por otra parte, en su conducta civil Elena Poniatowska es una mujer muy valiente que no ha temido pagar el precio de sus convicciones. Del grupo de los amigos que comenzamos hace más de medio siglo en las revistas de Fernando Benítez, se han ido Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis. Quedamos Elena Poniatowska, Sergio Pitol y yo que en modo alguno pretendo compararme con ellos».
El escritor Sergio González Rodríguez celebró la noticia con estas palabras. «Es una de nuestras escritoras mayores. Es una de las grandes cronistas de la historia del país, vinculada a causas progresistas. Destaco esa visión tan aguada para captar la condición humana», señala. No quiere olvidar el talento como novelista de alguien que con su obra cree que se coloca «en un lugar primerísimo de la lengua española». «Es una figura excepcional».
Tiene en su haber más de 40 obras y numerosos premios, entre ellos el Nacional de Periodismo de México, el Mazatlán de Literatura, el Alfaguara de Novela y el Rómulo Gallegos, además del de Biblioteca Breve el pasado 2011 por su novela Leonora, una evocación de la vida de la pintora Leonora Carrington, la última artista surrealista viva.
El jurado del Premio Cervantes, que ha necesitado ocho votaciones para proclamar a la ganadora, ha estado formado por el ganador de la última edición, José Manuel Caballero Bonald y por el director de la Real Academia de la Lengua Española, José Manuel Blecua, como presidente; mientras que el ganador de 2011, Nicanor Parra, ha excusado su ausencia. También por Renée Ferrer, de la Academia Paraguaya de la Lengua Española; María Pilar Celma Valero, de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, y Diego Valadés Ríos, de la Unión de Universidades de América Latina. Además, están María Dolores López Enamorado, propuesta por el Instituto Cervantes, y Fernando Rodríguez Lafuente, a petición del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, entre otros.
Extractos:
Lorenzo se hizo amigo del cácaro del Edén, don Silvestre, y éste le permitió quedarse en la cabina, con todo y cajón de dulces. A la hora del intermedio, se levantaba a toda prisa a venderlos. «Dulces, chicles, chocolates, muéganos, cacahuates garapiñados», voceaba en los pasillos para luego deslizarse entre las filas de butacas. La oscuridad lo devolvía a la cabina y el pespunteo del proyector era su arrullo. Florencia dejó de preocuparse por el contenido de las películas, porque si al principio Lorenzo siguió la trama, otro interés sustituyó a la anécdota. En la cabina, don Silvestre echaba la película para atrás: el agua regresaba a la jarra, la tormenta al cielo, la rosa al botón, la flecha al arco y Lorenzo se rompía la cabeza tratando de entender si los hombres podrían regresar a ser niños. También Florencia devolvió a Emilia a la huerta. «El Edén no es para ti». Los adanes del barrio ni siquiera entraban a la sala y, boleto en mano, zumbaban en torno al mostrador de la dulcería atrapados por la miel en los ojos de la niña de trece años, su aliento de pastilla de anís, sus labios más rojos que las gomitas, su cintura de paleta Mimí. «Mejor quédate a cuidar a tus hermanitos, Emilia». Ante la ausencia de Emilia, algunos desaparecieron pero otros no se inmutaron. Lorenzo se dio cuenta de que también su madre era deseable, ¡oh, mi dulce, mi Florencia con su cuerpo de pétalos en flor!, porque uno de los zánganos aventuró: «¿A qué horas cierra para acompañarla a su casa?». Florencia respondió, severa: «Mi hijo es el caballero que me acompaña». Lorenzo acribillaba a don Silvestre a preguntas: «¿Qué es la luz?». «¿De qué material es la película?». «¿Cómo es la lente de la cámara?». Misterios que ni en sueños se había planteado el bueno del proyectista. Una tarde, a don Silvestre se le reventó el rollo y Lorenzo cortó, pegó y lo echó a andar de nuevo. «¿Quién sabrá del tiempo?», atosigaba al proyectista. «Yo creo que en la escuela tu maestro debe saber», le respondió. Florencia era más explícita: «Para mí el tiempo es una medida, un minutero. Es inasible, se va, a nadie le pertenece». «Yo quiero saber si es aire, si es espacio, ¿qué diablos es, mamá?». Le asustaba la intensidad de su hijo, en ella percibía angustia y se decía a sí misma: «Mi hijo no va a ser feliz».
La piel del cielo / Alfaguara (2001)
En 1940, en San Francisco el doctor Eloesser me prohibió las bebidas alcohólicas y me quitó una posibilidad de evasión. Ya para entonces mis dolores eran tantos que la pintura ya no me abstraía como antes, me costaba sostener el pincel, concentrarme. Nunca hice nada al aventón, nunca pinté con descuido, así nomás. Todo lo repasaba una y otra vez hasta que cada tono saliera a la superficie exactamente como yo lo quería. Pinté cada uno de los pelitos de mis changos con sus pulgas encima, cada uno de los pelitos más finos de mi bigote. Tracé con esmero cada glándula y cada vena en el pecho de mi nana, cargado de leche. Las raíces y las flores entretejieron su savia y encontraron su camino dentro de la tierra. Las frutas eran tentadoras, llenas de agua, cachondas, lujuriosas. Ésta que ves fue a recibir a Trotsky a Tampico. Diego me pidió que le diera la bienvenida a la pareja y la acogiera en mi casa de Coyoacán, la Casa Azul. Trotsky vivió entre mis fuertes paredes hasta que nos hicimos vecinos. Trotsky y Natalia, su vieja desabrida, en la calle Viena, Diego y yo, a la vueltecita, en la calle Londres. Él se chifló por mí. Ésta que ves los va a dejar con la curiosidad encendida. A mí las alas me sobran. En 1946, el doctor Philip D. Wilson fusionó cuatro vértebras lumbares con la aplicación de un injerto de pelvis y una placa, de quince centímetros de largo, de vitalio. Permanecí en la cama tres meses, pero mejoré. Mejoré mucho. Pero como mejoré sentí que podía hacer una vida casi normal; él me había dicho que no, que reposara, pero yo no podía desaprovechar mi mejoría, no me quedé en cama como lo indicó, me entró el nerviosismo de la vida, fui y vine sin parar, y las consecuencias de mi desobediencia fueron terribles. Pero así es mi carácter. Nunca fui prudente, nunca obediente, nunca sumisa, siempre rebelde. De no serlo, ¿habría aguantado mi vida y pintado además? Sentí que mis fuerzas regresaban. Tan es así que cuando inauguraron la pulquería La Rosita que pintaron mis alumnos, «los Fridos», en la calle Francisco Sosa, dije: «No más corsé, esta noche, ando sin corsé». Caminé sola como pude, temblando, tambaleándome, llena de fiebre, y me lancé a la calle para celebrar la apertura de la pulquería La Rosita, me aventé al griterío de la calle, a los cohetes, a los Judas, me lancé con el pelo desatado, grité: «¡Ya basta, ya basta!» y seguí aunque me cayera, aunque esa misma noche muriera, aunque nunca más volviera a levantarme de la cama, aunque esa noche terminara toda mi fuerza vital, aunque se me saliera el demonio que me mantenía pintando. Esa noche la gente en la calle me siguió, a todos les hablaba, hablé mucho, hablar es combatir la tristeza; hablé hasta por los codos a vecinos que ni conocía, me dirigía caras que jamás había visto. Por un solo día quise ser libre, libre, sana, entera, como los demás, una gente normal, no una fregada. El gran vacilón. Las siete cabritas / Era (2000)
Nounou se fue con toda su ropa blanca almidonada, su sombrerito de paja para el sol, redondo como su cara y nuestras caras de niñas, sus medias blancas, su regazo de montaña, sus pechos de nodriza, sus pañuelos de batista siempre listos para sonar alguna nariz fría, los bolsillos de sus amplísimos delantales-cajas de sorpresa: un hilo, una aspirina, dos liguitas, su llavero, un minúsculo rosario de Lourdes, un caramelo envuelto en papel transparente, un centavo. Dejó tras de ella la libreta negra, común y corriente, de pasta acharolada, duradera porque así las hacían antes, ahora son de cartón o de plástico pero no ahuladas brillantes como el ónix. Así como las costureras apuntan las medidas: busto, cadera, cintura, en esa libreta Nounou anotó a lápiz con letra aplicada de escolar que no terminó el primer ciclo cómo hacía crecer día a día a dos niñas, dos becerritas de panza, dos pollos de leche, dos terneras chicas, dos plantas de invernadero, dos perras finas... "...Recibí a bebé Mariana el 21 de mayo. Bebé pesa tres kilos. Toma tres onzas de leche cada seis horas." Nounou consigna el peso de en la mañana, el peso de en la noche. ¡Cuánto trabajo debió costarle pesar en las antiguas básculas con sus distintas pesas en inglés ese bulto de carne! Con qué honestidad anotó también cada vez que el globo humano se le desinflaba. "Asoleo a bebé durante diez minutos; cinco sobre la espalda, cinco sobre el vientre." "Toma una onza de agua de Vichy." Consigna el inicio de la manzana rallada, el plátano machucado, los porridge a base de trigo. Expone los remedios aplicados; sinapismos, cataplasmas de mostaza, baños de pies en agua caliente, ungüentos de limpieza: aceite de almendras dulces, agua de rosas y hamamelis, los sarpullidos, los baños de esponja. Trece meses más tarde anuncia: "Recibí a bebé Sofía el 27 de junio. Bebé pesa cuatro kilos. Toma tres onzas de leche cada seis horas." Durante siete años, día a día se ceban las perritas, engordan las cochinitas, se van trufando las gansitas, se les hacen hoyitos en los codos y en los cachetes, llantas en las piernas; tienen papada, sus pies son dos mullidos cojines para los alfileres; pesan tanto que sólo Nounou las aguanta. Tambaches de proteínas, de agua, de leche enriquecida, de grasa blanda como mantequilla civernesa, de crema espesa de vacas contentas, de jamón de Westphalia, "petit-suisses", quesos crema, todo ello para que las dos muñecas de yema de huevo y de azúcar caramelizada se liberen de tanta bonanza, vaciándola sobre la alfombra de la Nursery. —¿Por qué no lo dijo antes, Nounou, o está criando cerdos? Confunde la Nursery con una porqueriza. "¡"Merde"! -gritó mamá sin darse cuenta-, Nounou, usted me ha desilusionado." Entre la "merde" que propiciaba Nounou y la que inconscientemente invocaba mamá, la primera era la que perdía. Nounou tendría que irse. La fijación escatológica no nos la quita ni Mademoiselle Durand. Veinte años más tarde, Sofía habrá de explicar la defunción del tío Pipo. —Fue una buena muerte. El pobre de mi tío Pipito hizo su popito y se murió. Nos organiza nuestra pequeña vida, nos saca al aire, la promenade, le llama. Nos abotona el vestido, el suéter, el abrigo; en París hay que abotonarse muchos botones. Luego la bufanda, la gorrita que cubre las orejas. "Il faut prendre l.air." Levanto los brazos. "Usted debe respirar. Aprenda a inhalar, a exhalar. Camine derecha." Veo la calle gris, el frío que sube del Sena al cielo gris, las piedras del pavimento y las rejillas. Con un palo escarbo entre ellas para sacar la tierrita, las hojas muertas, las del año pasado, del antepasado. "Camine, qué está usted haciendo allí, ¿por qué se agacha?" Mi hermana corre sobre sus piernas largas, a ella no le dice ni que respire ni que eche para atrás los hombros. Mi hermana la ignora. Ignora incluso a mamá cuando comenta: "Estás verde, pequeña verdura. Un ejote. Eso es lo que eres." Pasa a través de todos, yo me atoro, en cada trueno dejo una hebrita. —¿Quieren caminar por los muelles? La miro con sorpresa. Nounou nunca nos llevaba al Sena. Le daba miedo el agua, los clochards que salían de unos agujeros negros, el moho. "El gran aire del mar es demasiado fuerte para ustedes." Creía que toda el agua proviene del mar y que el Sena era un pedazo de Mediterráneo que atraviesa París. De allí los peces y los pescadores, los barcos, las peniches. "Con razón, no hay nada más grande que el mar." Sofía regresa hacia nosotras.
La Flor de Lis / Era (1988)
Nosotros decidimos recurrir a lo único que sabemos hacer: actuar. Dijimos: "Vamos a tratar de hacerle comprender a la gente qué es el Movimiento, qué quieren los estudiantes, cuáles sor los seis puntos, vamos a demostrar que no son vándalos ni salvajes." ¿Cómo?: actuando. Desde el primer momento el grupo de Teatro de Bellas Artes decidió: "No nos podemos quedar con los brazos cruzados. Hay que hacerle publicidad al Movimiento." Entonces fuimos a la Lagunilla, a la Merced, a Jamaica, a todo ese tipo de mercados, además de organizar brigadas a plazas, parques públicos, dos o tres fábricas (eso sí, muy poquitas), cafés, fondas, y allí sin más ni más nos soltamos hablando con la gente. También en los camiones de pasajeros, en los tranvías, en los trolebuses, comenzábamos a hablar en voz alta, de modo que la gente nos oyera. Hacíamos "encuentros", ¿ves?, happenings. Por ejemplo yo llegaba a un puesto de periódicos y pedía un periódico y al instante llegaba también una señora muy nice, muy burguesa con sus aretitos, su collarcito de perlitas, de esas que hacen su mercado cada quince días, y que no era sino otra compañera actriz. Ella tomaba un periódico del estante y decía en voz alta como tanta gente que comenta algo al comprar un periódico: —Estos locos estudiantes toda la vida haciendo nada más borlotes, miren nada más, y una que vive tan tranquila y tan pacíficamente en México sin meterse con nadie. A ver ¿qué es lo que quieren? Molestar, nada más. Mo-les-tar, eso es. Para mí que son comunistas, eso es lo que han de ser. Entonces yo, con mis botas y mi minifalda, me le ponía al brinco: —Señora, me va usted a tener que aclarar qué es lo que está diciendo porque está diciendo estupideces, fíjese, ¿cómo la ve? Y yo alzaba la voz. Entonces ella me la alzaba más. Y yo la alzaba más aún hasta que acabábamos a gritos. Se empezaba a juntar la gente porque un pleito a todo el mundo le interesa, ¿no?, y además se ponía la cosa tan al rojo vivo que parecía que iba a haber cachetadas y de hecho llegó a haberlas. Siempre al principio cundía el silencio en nuestro público, hasta que de repente, cuando menos lo sentían, empezaban a tomar parte y un señor decía: —Oiga señora, esta muchacha tiene razón, fíjese, tiene razón porque usted no conoce ni los seis puntos que están pidiendo los estudiantes. Son éstos y éstos y éstos y éstos... Y este señor no era actor ni nada. Pasaba por allí y se detuvo porque seguramente estaba también sufriendo en carne viva el problema estudiantil por equis razón. Entonces dejábamos hablar al compañero, que no sabía que era nuestro compañero, y muchas veces los espontáneos que intervinieron estaban mucho más politizados que nosotros y hacían una labor mucho más eficaz. Casi siempre todo el mundo acababa a favor mío y a "la catrina" le iba de la patada; la corrían, pinche vieja rota, saqúese de aquí, usted qué sabe, pinche rota, y la pobre actriz salía por piernas siempre. Resulta que en realidad ella pensaba como nosotros pero era la mártir del happening.
La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral / Era (1971)