No recuerdo la última vez que me sentí normal perdido entre mares de gente. Cuando estaba en la escuela entraba por la puerta trasera para que no me vieran, temía al cumulo, a sus criterios siempre injustos, a ser juzgado.
Solo hay una cosa peor que ser pobre, esa es por supuesto, sentirse pobre. No es la ausencia de cosas, sino la de voluntad, el andar con el espíritu menguado por las calles empedradas, entre casonas ruinosas, entre la humanidad más baja.
Poco a poco y en silencio me aparte del mundo, me aleje del sol, me adueñe de las sombras, y en una esquina olvidada de esta vieja ciudad de altas torres y bajos valores, conocí el amor. Basta decir que nunca me sentí solo estándolo, y que conocí los secretos que el ello oculta, así como las torturas silenciosas de los hombres que aquí viven.
Supe donde dormita el sol con sus estrellas, vi el color más transparente de la aurora, sentí besos ajenos en labios secretos, todo eso sin salir de las tristes esquinas. Y es que a mis rincones vacíos llegaron forasteras de tierras lejanas y de pieles cercanas, cuerpos insomnes y voluminosos, almas vacías que aguardaban la muerte, las conocí a todas, desde el silencio.
No recuerdo la última vez que me sentí normal perdido entre mares de gente. Cuando estaba en la tumba entraba en la memoria por la puerta trasera, para no dolerles, temía a la nada, a su olvido siempre injusto, a no ser nadie.