Revista Diario
Mezcla de ansiedad y nervios, así me sentía mientras rogaba que el colectivero acelerase su marcha porque era factible que terminase llegando tarde a mi primer día de observación. Sentía una profunda angustia, porque recién después de haber llevado cerca de cuatro años quemándome las pestañas por las noches, libros y libros de historia, estaba cada vez más cerca de la recta final. Y sería absurdo que al estar a un paso de realizar las prácticas en algún colegio, sintiese este vacío inmenso de no estar capacitado para llevar a cabo esa travesía de instrucción. Exactamente, hacía cerca de ocho años que había egresado y desde allí, nunca más había pisado una institución escolar. “No debe haber cambiado tanto la cosa”, me consolaba irremediablemente. Después de todo, no en vano había tenido cerca de quince materias cuatrimestrales didáctico- pedagógicas. Aparte el método asignado de realizar observaciones de clases previamente, alimentan aún más la técnica; porque era realmente necesario algo de praxis. Terminé llegando a horario, me hice anunciar por la portera del colegio, y esa señora amable me hizo esperar en el pasillo. Todavía no había cambiado la hora de clase, y podía percibir en el aire un silencio bullicioso que provenían de las aulas; la voz tenor de un profesor explicando la regla de tres simple; del aula contigua, el rechinar de la tiza sobre el pizarrón. Era un verdadero deleite escuchar tanto silencio respetuoso y atento por parte del alumnado. Efectivamente respiré aliviado, mientras alimentaba la esperanza de poder dar las horas de prácticas en esa institución. No habían transcurrido los tres minutos, que se acerca una señora de anteojos y paso acelerado. Era la profesora que tenía que observar. Cuando me presento y le menciono mi tarea, no manifestó ningún enfado, algo bastante fuera de lo común, pues, la gran mayoría de los profesores se sienten como invadidos. O creen que vamos a juzgar su manera de llevar adelante la clase. La actitud de la profesora me tranquilizó. Intuí que debería tratarse de una excelente educadora. Mientras la acompañaba hacia el curso me empezó a comentar sobre el grupo. “Parecen lieros, pero en el fondo son buenos chicos.” Supuse que esa acotación, hacía pensar todo lo contrario, sobre todo cuando entramos al aula y observé que en el fondo no estaban los buenos chicos, porque los bancos estaban vacíos. Pero la situación no era nada alarmante. Estaban todos charlando, riéndose, como son todos los chicos. “Es una edad difícil.”, le comenté tímidamente a la profesora, afirmando e indagándole simultáneamente. “Y sí, los pibes de catorce y quince son así, complicados... pero tranquilícese colega. Ya va a llegar su momento de lidiar con ellos...” y la verdad, que no se si lo que me decía era un consuelo, o una señal de alerta. La profesora impuso inmediatamente orden, y los chicos hicieron silencio. Me presentó delante de ellos, y me sentí expuesto frente a veinte pares de ojos que me miraban detenidamente. Una piba de adelante, me sonrió cordialmente, guiñándome el ojo. Yo le respondí asentando con la cabeza, agradeciendo el cumplido; aunque, inmediatamente, me vino a la cabeza, las noticias cotidianas de hoy en día, donde cualquier tipo de respuesta que pueda parecer sugestiva, la adolescente la puede considerar acoso. Son cosas que tengo que tener en cuenta, pensé de manera contundente. Me acomodé en un banco desocupado del fondo, y enseguida fue como si yo nunca hubiera estado presente en el aula, porque todos los chicos prestaron atención adelante, donde la profesora exponía la guerra de las floridas de la civilización azteca. Sentirse invisible dentro del curso, hizo llevar a cabo las observaciones de forma placentera. En un momento de la clase, se arma un interesante debate sobre el método de sometimiento azteca sobre otros grupos indígenas. Observaba el comportamiento de los adolescentes, el grado de lucidez, comparándolo con los estadios que hacía mención Jean Piaget. Realmente era admirable como la profesora alentaba esa perfecta interacción grupal. Luego, empecé a asimilar a cada uno de los alumnos. Comprendí que después de todo, hay ciertas características que se repiten en todos los cursos. En mis tiempos también se daba así, y por lo que veo es algo natural. Anoté en mi cuaderno mi lucida acotación: “El comportamiento del curso es símil al de una micro-sociedad”. La deducción era llevada a cabo por el papel desempeñado por cada uno de los integrantes, como si fuera una civilización primitiva. A grandes rasgos se pueden dilucidar los clásicos bufones, especie de pregoneros que interrumpen el dialogo disciplinar para decir una sarta de estupideces, recibiendo la risotada del público. Lo más cercano a una especie de Jefe de Gabinete. Es clásico también, la hembra deseada por la manada, que alimenta los deseos más torpes y salvajes del ser humano que está aprendiendo los comportamientos sexuales, y como las mujeres desarrollan más rápido que los varones, estos aún reaccionan de manera infantil y atropellada. El otro personaje presente es el sabio del grupo, a quien la profesora recurre cuando no logra obtener respuesta satisfactoria, y es presionado por el curso para que comparta su conocimiento con ellos, a fuerza de sobornos y aprietes. Tiene la obligación de pasar las respuestas en las pruebas, hacer la tarea y pasársela al grupo, de lo contrario las represalias serían graves. Tampoco pueden faltar en todo grupo escolar, un grado de marginados, que son excluidos por su fealdad o timidez, transformados en el blanco perfecto para el deleite de los bufones. Y luego, el principal, el líder del grupo. Le llamo el macho dominante. El pibe que impone respeto en el curso, y un montón de alcahuetes lo acompañan, llevan adelante sus designios; hasta en algunos casos es muy respetado por el profesor. Porque sabe que llevarse bien con el macho dominante, es una puerta de acceso para poder caer bien sobre los demás. Sabe dirigir los tiempos del grupo. Nunca vi que no existiera un macho dominante, y si existen más de uno es natural que el grupo esté dividido irreconciliablemente. Porque, en efecto, lo que se da es lo que se llama la lucha por la supervivencia del más apto. El primero en exponer esta teoría fue Darwin y es perfectamente comprobable. Se da bajo diversos tipos de parámetros, y éste es uno de ellos. Llevaba a cabo este tipo de análisis, olvidándome el ritmo de la clase. Me reincorporó a la tarea el timbre que anunciaba un cambio de hora. Me agaché para buscar en mi mochila la grilla de horarios y ver cuando terminaba la materia. Cuando levanté la vista, la profesora se estaba marchando del aula apurada con su carpeta y su cartera a cuestas. El grupo se levantó como un resorte. Observé en la grilla que entre las dos horas de clase había un pequeño intervalo de diez minutos de recreo. Era el momento de distensión de los pibes, mientras me encontraba en la disyuntiva sin saber como proceder. Tendría que haberme marchado con la profesora, porque después de todo, era una persona ajena a la institución y no podía permanecer solo con los alumnos. Pero luego pensé que debería estar en la sala de profesores, y no sabía si era permitido que estuviese ahí. Si no me dejaban entrar, terminaría en el medio del patio, siendo observado por ellos, clavándome los ojos, el centro de burlas y comentarios. Me acordaba de mis tiempos de alumno: “eh, gordito bolsa de pedos”, “pichón de mamut”, “tapón de océano”, etcétera. ¿Cómo me llamarían ahora? Así que me quedé quieto en el banco del fondo, observando a algunos pibes que permanecían dentro del aula. No pasó un minuto, y entraron en aluvión, uno atrás del otro, hicieron un círculo, apartando los bancos del medio del aula. En el centro, el líder. El macho dominante. Los escuchaba hilar palabras unidas inseparablemente con un “boludo” o “guacho” detrás de cada verbo o sustantivo o adverbio... Al rato, ingresa uno de los bufones, apurado, serio. Era llamativo. Le habla al macho dominante al oído. De seguro le había delegado una tarea importante. Instantáneamente, el líder empieza a dirigir a cada uno de ellos. Apilan los bancos en un costado de la pared, en forma de pirámide, las chicas ponen las sillas en fila india, otras sobre el escritorio empiezan a tirar todos los contenidos que hay en cartucheras y mochilas, separando las reglas, los compases, y otro objetos contundentes. Un grupo de cinco varones tomaron unas sillas y salieron del aula de forma amenazante arrojándolas hacia exterior, al tiempo que se oían unos gritos descontrolados de afuera. Empecé a inquietarme. No tenía ninguna autoridad para detenerlos. Permanecí en el fondo, ausente a la vista de ellos. El macho dominante, observaba la acción detenidamente de manera tranquila y cautelosa. Sale al frente un nuevo grupo de cinco, arrojando los compases y reglas. Un grito de dolor se siente de afuera, acertaron sobre algunos.. “¿Contra quienes pelean?”, pensaba mientras buscaba en la mochila desesperadamente el libro “Psicología en las aulas” de la doctora María E. Barrios (México, 1996). Me sobresalté cuando un banco se estrelló contra una ventana del aula, haciendo volar una lluvia de vidrios. Tuvieron la suerte de no recibir el impacto sobre alguno de ellos. La situación era cada vez más descontrolada, sea como sea tenía que tomar al toro por las astas. Concertar una entrevista urgente con el macho dominante y ofrecerme como mediador del litigio, antes de que la acción sea más extrema. Sentí un gran alivio, cuando me ganó de mano el preceptor, que ingresó amenazante. Encaró al macho dominante y habló unos minutos. Comprendí que había tomado el papel que estaba a punto de realizar, seguramente su intervención aquietaría las aguas. Me desconcertó cuando el preceptor se retiró con tres de ellos, quedándose el macho dominante en su lugar estratégico. ¿Acaso ellos eran los culpables y eran llevados a la dirección? Pero inmediatamente comprobé que mi suposición era errónea, porque ingresaba el preceptor nuevamente con los tres pibes, arrastrando a un señor. Lo ataron en el escritorio, lo pararon y bloquearon la puerta con él, utilizándolo como escudo. El hombre gritaba de manera afiebrada “¡Segundo segunda! ¡Segundo segunda!” Al escucharlo, anoté en mi cuaderno de observaciones, otro típico comportamiento escolar: el enfrentamiento entre divisiones. Comúnmente hay un conflicto de orden interno (a nivel institucional, entre años y divisiones), y otro de índole foránea (otra institución) En este caso, el enfrentamiento era entre dos segundos, y el primer prisionero era el preceptor (se da también, por ende, la clásica unión de fuerzas entre alumnos y preceptores). La reacción ofensiva fue inquietante, y no se hizo esperar. Empecé a sentir golpes en la pared que estaba detrás de mí. No me causó ninguna sugestión porque al lado había un curso de primer año. Pero los golpes eran más contundentes y continuos, hasta que inesperadamente, el escritorio de la otra aula atravesó la pared. Un pedazo de concreto cayó por encima de mi pierna, volcándome en el piso. Sin embargo, los chicos reaccionaron rápidamente tapando el enorme hueco con una pila de pupitres. Había olvidado en mis observaciones, el sometimiento de los grupos superiores sobre los de menor rango, imponiéndoles siempre un papel activo importante en los conflictos, donde es común que terminen por no recibir ningún beneficio. Por lo tanto, era factible que ese primero esté sometido a los designios de segundo segunda. Podría aventurar a decir que me encontraba asustado, atrapado bajo una pila de bancos y con mi pierna izquierda atorada sobre una pila de concreto. Pero fue aún mayor cuando uno de los vigías gritó, desde su posición estratégica observando detrás de la ventana: “¡Tomaron el mástil, muchachos!” Fue en ese momento, cuando mi miedo aumentó, al encontrar en la expresión del macho dominante cierto aire a resignación. La incertidumbre se adueñó del grupo. De afuera se sentía cada vez más fuerte, cada vez más cerca, el galopar al trote del grupo invasor, arrastrando el mástil, el ruido de metal desafinando sobre el piso. El grito de guerra era aterrador. Cerré los ojos y me entregué al destino cruel. Ya no tenía tiempo de encontrar en mi mochila el libro del doctor Moravio César Guiraldes, “La dinámica escolar: estrategias y dificultades” (Madrid, 1999). Nos salvó el timbre. Justo habían transcurrido los diez minutos en el momento en el que segundo segunda estaba a poco menos de un metro seguramente de atravesar la puerta, con preceptor y todo. Todo volvió a la normalidad. Acomodaron los bancos en un santiamén, poco después reingresó la profesora, terminando de imponer el orden. Me arrastré hacia el rincón y me acomodé, a duras penas, en mi silla. La pierna izquierda apenas la sentía. La profesora empezó a pasearse por los pasillos mientras le dictaba a los alumnos. Por el medio encontró al macho dominante, distraído con su celular. “¿Qué está haciendo Bodiglio? ¿Cuántas veces le tengo qué decir qué en clase no quiero ver celulares?” El macho dominante bajó la cabeza y aceptó los reproches, mientras la profesora llamó al preceptor para que lo lleve a la dirección. Luego, ella me observó, acordándose de mi presencia. Se acercó y me confió, “¿se da cuenta? Con un poco de disciplina no se hacen los vivos”, mientras con su mano sacudía el polvillo de pintura y concreto que tenía sobre mi cabeza.