Revista Cultura y Ocio

Pubis Púber: la levedad de los jazmines y de las rosas

Por Agora
Pubis Púber: la levedad de los jazmines y de las rosas

Antonio Soto Alcón
Púbis púber
Pictografía Ediciones
Murcia, 2011
H
ace más de una década, en 1999, salió a la luz, publicado por Espartaria, el libro titulado Lolitas. ¿Su autor? Antonio Soto. En las solapas de ese modesto y sobrio volumen, aunque editado con esmero y cariño, aparecía un breve currículum del autor, maestro de escuela y pintor, componentes, se decía, “inseparables de su vida”, nacido en Librilla en 1952. Era su primer libro. Un hijo casi póstumo, pasada ya la juventud, parido en plena madurez intelectual, cuando Antonio Soto había cumplido, con creces, los cuarenta y cinco años de edad. La mejor edad, acaso, para hacer realidad todos nuestros viejos sueños.

La obra, Lolitas, provocó perplejidad y admiración, dos sensaciones mezcladas con una cierta confusión entre sus lectores. ¿Por qué corre tanto riesgo un poeta recién llegado a un poblado Parnaso en el que dormita una infinidad de escritores de verso triste y pluma lenta? El prologuista de entonces, mi querido amigo y excelente crítico y noble filósofo Antonio Ortega, con su tino característico ponía el dedo sobre la llaga, llamándoles a las cosas por sus nombres: estamos “ante un discurso polifónico, disforme, ambiguo y provocador”. Y concluía: “palabras para un nuevo siglo”.

El nuevo siglo, como bien anunciara Antonio Ortega, ha llegado. Y nuestro poeta, Antonio Soto, ha sabido sobrevivir con serenidad a todos sus sobresaltos, a su decadente posmodernidad. Entre medias, es decir, entre el ya celebrado e histórico Lolitas, que aún sigue alojado en la mente de todos los que lo leímos, y la obra que acaba de publicar, Pubis Púber, existen otras cuatro obras de poesía: Todas las mañanas se asoma un ángel a mi ventana, El libro de los espejos, la antología titulada El origen del mundo, aparecida en la prestigiosa editorial Hiperión, y También en primavera mueren los cisnes. Hermosos y sugerentes títulos, como se puede comprobar, en los que se encierran unas no menos hermosas y sutiles composiciones de un pintor que escribe, de un escritor que pinta, asunto este nada baladí pues nunca han estado tan cerca, tan próximos y hermanados, el pincel y la pluma.


Hablemos, pues, de Pubis Púber. Es preciso aludir, en primer lugar, a esa contraportada que lleva la firma de otro poeta, de un hombre sensible y sabio como es Soren Peñalver. Texto breve, pero ejemplar. Una verdadera e inexcusable poética para futuros prologuistas que echan mano, con tanta frecuencia, al tópico pobre y detestable. Las palabras de Soren son pura poesía repleta de elegancia: se busca conscientemente el orden sintáctico a la manera de los hexámetros latinos. Se invoca al vocablo más sonoro. Véase un breve ejemplo: “La vigilia no es nunca de los amantes. Son los pájaros, alegres en sus cantos, los que, de pronto, callan, en el momento de un atardecer o al alba”.

Unas palabras que hacen el honor al libro al que están dirigidas. Pubis Púber no es sino el homenaje, claro y sincero, a los maestros de siempre de Antonio Soto. A esos autores que desde hace décadas le han acompañado hasta convertirlo –quiero imaginármelo– en un hombre feliz con un libro en la mano. Hablo de los maestros del ayer, pero no dejo a un lado a ciertos escritores contemporáneos al propio Antonio, como nuestro común amigo Luis Alberto de Cuenca –el Luis Alberto de poemas en verso para niños perversos, como aquel que dice “Hola, mi amor, yo soy tu lobo…”, que hizo popular cierto cantante hace algunos años. Luis Alberto de Cuenca y también nuestro José María Álvarez. El Álvarez más puro, sórdido y ególatra de Museo de cera.

De entre los antiguos, es decir, los clásicos, podemos citar a algunos de ellos. El Propercio, por ejemplo, que asegura que “de una nimiedad nace una historia desmedida”. El que se dirige a su amada pidiéndole que le parta el corazón o que lo envenene. O aquel otro Propercio, casi desesperado, violento y viril, en cuyos versos reza: “Con que, si persistes en la idea de dormir vestida/ probarás cómo mis manos desgarran tu ropa/. Más aún, si me desborda la ansiedad,/ le enseñarás a tu madre los brazos marcados”.

Antonio Soto, como hizo en su momento el excelso Marcial, se mofa de Juvenio, que se lamenta del paso del tiempo, a la juventud ida, a la tristeza del olvido, y al que se le pide que deje de joder con que el amor es triste. El poeta latino, Marcial, Marco Valerio Marcial, se dirige a Maneya a la que le dice: “Tu perrito, Maneya, te lame la cara y los labios/ no me sorprendo de que a un perro le guste comer mierda”.

Antonio Soto no soporta, de ningún modo, a los pésimos poetas, como Demetrio, quien, además, posee el peor de los defectos: ser una mala persona: “Me han contado que todos temen/ tu lengua envenenada/ cosa que a mí nada me asusta./ Si has de nombrarme/ cuida bien tus palabras,/ no vaya a ser que te quedes sin boca”.

Pero para lengua envenenada, la de nuestro Marcial: “Levinia es casta y no cede a las antiguas sabinas/ Y aunque es ella más seria que su adusto marido/, como una veces se baña en el Lucrino y otras en el Averno, y como a menudo se refocila en las aguas de Bayas, sintió que le prendía el fuego, al irse en pos de un joven abandonando a su marido; llegó una Penélope y se va una Helena”.

Huellas inequívocas del noble Catulo cuando reprocha a su Cintia el ir de boca en boca entre todos los ciudadanos romanos, la muy perversa y mala pécora. Catulo enamorado hasta los tuétanos: “Dame mil besos seguidos de un ciento; luego otros mil, luego un segundo ciento; luego otros mil seguidos, luego un ciento. Después, hechos ya muchísimos miles, revolvámoslos para no saber ni nosotros, ni el malvado que mira acechante, cuántos besos nos dimos”.

Huellas de aquel Mimnermo de Colofón cuando en el poema titulado “Los placeres y los días”, anuncia: “Morirme quisiera cuando ya no me importen/ el furtivo amorío y sus dulces presentes y el lecho/, las seductoras flores que da la juventud/ a hombres y a mujeres…”.

Antonio Soto es un digno continuador de nuestros propios clásicos, como el Arcipreste de Hita, que Dios confunda, y el irritante e irritable Quevedo. Ese Quevedo que se define a sí mismo como “Puto enamorado”, y que, a continuación, en uno de sus más celebrados y festivos sonetos, escribe: “Puto es el hombre que de putas se fía/, y puto el que sus gustos apetece/, puto es el estipendio que se ofrece/ en pago de su puta compañía”.

Y el licenciado y licencioso Arcipreste cuyo hábito eclesiástico y sagrado jamás puso freno a su procaz lujuria: “Cata muger donosa e fermosa e loçana/, que non sea muy luenga, otrosí nin enana;/ si podieres, non quieras amar muger villana,/ ca de amor non sabe e es como bausana”. O lo que es lo mismo, explica el propio Arcipreste de Hita en otro verso más adelante, refiriéndose a la mujer que en verdad nos conviene: “En la cama muy loca, en la casa muy cuerda”.

Antonio Soto ha escrito un libro alegre, divertido y sinvergonzón en el que a las cosas se les llama por su nombre. Y, al mismo tiempo, ha llevado a cabo una obra sugerente, sutil, delicada, repleta de finura e inteligente ironía.

Un libro escrito, en apariencia, con mano suelta, sin atenerse a reglas ni a estilos, pero en el que, sin embargo, fluye el inequívoco deseo de su autor de convertir en arte lo trivial de nuestra existencia, los actos más íntimos y procaces del ser humano. De nuevo, para finalizar, les recuerdo las palabras de Propercio: “De una nimiedad nace una historia desmedida”. La desmedida historia de Pubis Púber, una verdadera joya con la que el lector atento podrá sentir, como la Lumila de uno de sus poemas, la levedad de los jazmines y de las rosas.

José Belmonte Serrano


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