
Revista Ciencia
Ya que ha pasado un tiempo desde la publicación de este artículo en Investigación y Ciencia, lo cuelgo en la cubierta del Otto Neurath. Espero que os guste.
La investigación científica comienza
siempre con algunas preguntas. A menudo nos preguntamos cosas del tipo “¿cómo
evitar la recesión?”, o tal vez “¿qué utilidad podríamos darle a esta propiedad
que acabamos de descubrir en los superconductores?”. También intentamos
responder preguntas como “¿cuál era la disposición de los continentes hace 1000
millones de años?”, o “¿hay algún elemento estable con un número atómico mayor
que 120?”. Pero la mayor parte de las principales preguntas que han guiado y guían
la investigación científica son diferentes; en ellas preguntamos por qué: “¿por qué las manzanas maduras
caen de los árboles, pero la luna no cae del cielo?”, “¿por qué las cenizas
pesan más que la madera que hemos quemado?”, “¿por qué heredan los nietos algunos
rasgos de sus abuelos, cuando esos rasgos no estaban presentes en los padres?”,
“¿por qué un chorro de electrones genera un patrón de interferencias al pasar a
través de una doble rendija, si cada electrón sólo pasa por una de las rendijas?”.
Respondiendo al primer tipo de preguntas
procuramos mejorar nuestra capacidad de adaptación al entorno, ampliar nuestras
posibilidades de acción o de elección. Respondiendo al segundo tipo
de preguntas intentamos averiguar cómo
es el mundo que nos rodea, describirlo.
Con las de la tercera clase buscamos más bien explicar los hechos, es decir, entenderlos.
Por desgracia, no parece que esté demasiado claro en qué consiste eso de
“explicar”, qué hacemos exactamente con las cosas al entenderlas, y sobre todo,
por qué son tan importantes para nosotros los porqués, qué ganamos con ellos
que no pudiéramos obtener tan sólo con respuestas a las dos primeras clases de
preguntas (las prácticas y las descriptivas).
En la noción de explicación se mezclan
de manera intrigante aspectos objetivos y subjetivos. Al fin y al cabo,
comprender algo es un suceso psicológico, algo que ocurre en la mente de
alguien; pero, en cambio, cuando intentamos dar una explicación de un hecho,
solemos acudir a diversas propiedades del hecho en cuestión. ¿Por qué algunas
de esas propiedades tendrían que ser más relevantes que otras a la hora de
conducirnos al estado mental que llamamos “comprender”? Las principales teorías
que ofrece la filosofía de la ciencia sobre la naturaleza de las explicaciones
se centran, precisamente, en los aspectos objetivos: por ejemplo, se considera
que un hecho ha sido explicado cuando ha sido deducido a partir de leyes
científicas (Carl Hempel), o cuando se ha ofrecido una descripción apropiada de
su historia causal (Wesley Salmon), o cuando se muestra como un caso particular
de leyes más generales, que abarcan muchos otros casos aparentemente distintos
(Philip Kitcher). También se considera que algunos hechos -sobre todo en
biología- son explicados cuando se pone de manifiesto su función, o cuando -en
este caso en las ciencias humanas- se ponen en conexión con las intenciones o
los valores de los agentes involucrados. Hablamos en estos dos casos de
“explicación funcional” y “explicación teleológica”, respectivamente. Estas
concepciones de la explicación ya no son tan populares como en otras épocas, pero,
en mi opinión, ambas serían ejemplos de “explicación causal”.
Pues bien, la cuestión es, ¿por qué
pensamos que entendemos un fenómeno precisamente al conocer sus causas, o al
conocer su relación con otros fenómenos aparentemente distintos, más bien que al
conocer su duración, su localización, sus posibles usos, o cualquiera otra de
sus propiedades? Una posible respuesta, tradicionalmente asociada al
pensamiento de Aristóteles, sería la que identifica el significado de “comprender”
con “conocer las causas”; pero esto da la impresión de ser poco más que un
juego de palabras. Otra posibilidad, tal vez más coherente con las intuiciones
de viejo filósofo griego, consistiría en concebir nuestros conocimientos no como
una mera enciclopedia, o una simple pirámide, en la que cada pieza se va acumulando
a las demás, sino como una red de
inferencias, en la que el valor de cada ítem depende sobre todo de lo útil
que sea para llevarnos a más
conocimientos cuando se lo combina con otros ítems. A veces conseguimos añadir
una pieza a nuestros conocimientos que produce un resultado especialmente feliz:
los enlaces inferenciales se multiplican
gracias a ella, y a la vez se simplifican,
haciéndonos más fácil el manejo de la red. Es decir, entendemos algo tanto
mejor cuanto más capaces somos de razonar
sobre ello de manera sencilla y fructífera.
La última frase contiene un matiz
importante sobre las nociones de explicación y comprensión: no son éstos
conceptos absolutos, pues siempre
cabe la posibilidad de que algo que ya hemos explicado lo expliquemos aún más
profundamente o de manera más satisfactoria. Esto resulta obvio cuando nos
fijamos en que, para explicar por qué ciertas cosas son como son, tenemos que
utilizar como premisa en nuestro razonamiento alguna otra descripción. Por ejemplo, si queremos explicar por qué las órbitas
de los planetas obedecen las leyes de Kepler, utilizaremos como premisa la ley
newtoniana que describe cómo se atraen los cuerpos. Esto implica que para
explicar algo, siempre necesitamos alguna descripción que funcione como
“explicadora”, y esta descripción, a su vez, será susceptible de ser explicada
por otra. Así, la teoría general de
la relatividad explica por qué los cuerpos obedecen con gran aproximación la
ley de la gravedad. Una consecuencia inmediata de este hecho trivial es que nunca será posible explicarlo todo.
Insistamos en ello: para explicar
científicamente cualquier fenómeno o cualquier peculiaridad del universo
recurrimos a leyes, modelos, principios, que son, al fin y al cabo,
afirmaciones que dicen que el mundo es así o asá, en vez de ser de otra manera.
Imaginemos que ya hubiéramos descubierto todas
las leyes, modelos o principios científicamente relevantes que haya por
descubrir (si es que esta suposición tiene siquiera algún sentido), llamemos T a la combinación de esa totalidad
ideal de nuestro conocimiento sobre el mundo, y preguntémonos “¿por qué el
mundo es como dice T, en lugar de ser
de cualquier otra manera lógicamente posible?”. Obviamente, la respuesta no
puede estar contenida en T, pues
ninguna descripción se explica a sí misma. Por lo tanto, o bien deberíamos
hallar alguna nueva ley, modelo o principio, X, que explicase por qué el mundo es como dice T, o bien hemos de reconocer que no es posible para nosotros hallar
una explicación de T. Pero lo primero
contradice nuestra hipótesis de que T
contenía todas las leyes, principios,
etc., relevantes para explicar el universo; así que debemos concluir que
explicar T (digamos, la totalidad de
las leyes de la naturaleza) está necesariamente fuera de nuestro alcance.
Dos reacciones frecuentes a esta situación
son pensar que el universo es, en el fondo, inexplicable, o bien que la
explicación última del cosmos no puede ser una explicación científica. Lo
primero es trivial si se entiende en el sentido del párrafo anterior (no puede
haber una teoría científica que lo explique todo, incluido por qué el universo
es como dice precisamente esa misma teoría
en vez de ser de cualquier otra manera), pero es también banal en cuanto
recordamos que explicar no es cuestión de todo o nada, sino de más o menos.
Digamos que la inteligibilidad se parece más a la longitud que a la redondez.
Esta segunda propiedad tiene un límite, el de un círculo o una esfera perfectos,
pero no existe un límite de longitud. De modo análogo, lo importante es en qué medida hemos conseguido
comprender el universo o sus diversas peculiaridades, no si lo hemos
comprendido “totalmente”. Es decir, la pregunta adecuada es en qué grado hemos conseguido
simplificar e interconectar un conjunto cada vez más amplio y variado de conocimientos,
no si los hemos reducido a la más absoluta simplicidad.
Por último, pienso que la idea de una explicación
extracientífica es meramente un sueño. Para que algo constituya una explicación
debe permitirnos deducir aquello que queremos
explicar: las leyes de Newton explican las de Kepler porque éstas pueden ser
calculadas a partir aquéllas. Como ha aclarado suficientemente Richard Dawkins,
la información que queremos explicar debe estar contenida en la teoría con que
lo explicamos, y por lo tanto, una teoría que explique muchas cosas debe
contener muchísima información, debe ser en realidad una descripción muy detallada (aunque a la vez muy
abstracta) del funcionamiento del universo. Por ejemplo, los defensores de la
llamada “teoría el diseño inteligente” cometen justo este tipo de error al
introducir la hipótesis de un designio divino, pues a partir de esa hipótesis
es sencillamente imposible derivar los detalles
de aquello que queremos explicar, ni siquiera sus aspectos más generales. Dicho
de otra manera, los “porqués” no son en realidad una categoría separada de los
“cómos”, son más bien una clase de “cómos”: aquellos que nos ayudan a simplificar
y ampliar nuestros conocimientos. Por tanto, ninguna hipótesis merece ser
llamada explicación si no permite responder, al menos en algún aspecto
relevante, a la pregunta “¿cómo ha
ocurrido esto?”. En resumen, nadie sabe si existen realidades que la ciencia no
podrá nunca conocer; lo que sí sabemos es que esas realidades, en caso de que existan,
nunca nos permitirán explicar nada.
Enrólate en el Otto Neurath
