Con la venia de un buen amigo de Bailén, os relato un sucedido que a él le contó su padre.
Dirigíase un buen curita a celebrar Misa en la Ermita de la Virgen de Zocueca, situado al Norte de la provincia de Jaén, en el municipio de Guarromán. A lomos de la mula del arriero, el camino era agradable y corría una brisa fresca.
Cuando faltaban aún unos kilómetros para llegar a la citada ermita, el de la sotana vino a reparar en una liebre que, probablemente abatida por unos cazadores, yacía junto a unos matorrales, al borde de la vereda.
- "Haga usted el favor de coger esa liebre, José" -dijo el cura al arriero- "que ahí, bien poco ha de servir".
El buen hombre, despacio, como sabiendo que la presa no habría de escapar, levantó del suelo al lepórido (que asi se conoce a estos animales y a sus primos, los conejos) y lo puso en su zurrón.
Al llegar a su destino, el Párroco dio la liebre al ama de la casa que, por aquel entonces, había junto a la ermita.
- "¿Cómo se la preparo, Pater?", preguntó aquella mujer.
- "Póngala usted al ajillo", dijo sonriente el cura, mientras desmontaba.
El ama limpió la liebre y la lavó. Luego, mientras preparaba un picadito de ajo, la troceó. Después, hizo un refrito con el ajo y le añadió un poco de perejil, al tiempo que la carne se iba dorando. Por último, alegró la cacerola con un vaso de vino blanco. Mientras el guiso se cocía a fuego lento, el ama fue a cumplir con el precepto dominical.
Cuando el Parróco hubo terminado la celebración litúrgica, se encaminó a la casa. La buena mujer le sirvió la liebre, adornada de una ramita de tomillo. Sentado a la mesa, el cura dio buena cuenta del manjar.A la puerta le esperaba el arriero. Ya se alejaban de la ermita, cuando el satisfecho Párroco dijo a su acompañante:
- "¡Qué bien hemos comido! Bueno, al menos un servidor".
Nada respondió el arriero.A la altura del lugar en el que habían encontrado la liebre muerta, un grupo de cazadores buscaban inútilmente su abatido trofeo. Cuando vieron al cura y al arriero, el más joven del grupo, les dijo:
- "Buenas tardes nos de Dios. ¿Han visto ustedes por aquí una liebre muerta?".
El arriero, con una sonrisa apenas esbozada, inclinó la cabeza a un lado, hacia donde estaba el Pater. Los cazadores, airados, bajaron al cura de la mula y le dieron una buena tunda; de nada le sirvieron al Párroco sus protestas. Cuando la partida de frustrados cazadores se hubieron cobrado venganza, se marcharon de allí, dejando al cura maltrecho y muy corrido. Mientras el arriero le ayudaba a incorporarse, le dijo con sorna:
- "¡Qué manta de palos nos han dado! Bueno, al menos a usted".
Nada respondió el Párroco.