Black, red, black. 1968. Rothko
“There is only one thing I fear in life, my friend,” Rothko once wrote. “That one day the black will swallow the red.”Equivocarme al sacar unos billetes de avión. Que me la peguen con las fotos de un alojamiento que reservo por internet. Enviar un mensaje de wasap a quien no corresponde, sobre todo mandarle a mis hijas algo que no es para ellas, porque son capaces de sacara punta a cualquier cosa y de sacar oro de cualquiera de mis errores. Salir del baño con la falda metida por las bragas aunque esto es bastante menos probable ahora que cuando iba al colegio. Las llamadas de teléfono a horas intempestivas. Las preguntas que empiezan con ¿No me dijiste que...? Agotarme. Por supuesto, que mis hijas se pongan enfermas. Saber que en algún momento alguno de mis amigos morirá, saber que a lo mejor ese amigo de la pandilla que va a ser el primero en morir, puedo ser yo. Los captadores de ONG por la calle. Que la gente, ahora, me reconozca y yo no sepa quienes son ni de que me conocen. Perder la memoria. Coger el metro en sentido contrario.
Rothko temía que el color negro devorara al color rojo. Es una bonita manera de nombrar el miedo que nos acecha a (casi) todos cuando nos hacemos mayores, cuando llegamos a, más o menos y con mucha suerte, la mitad. Que el negro devore el rojo es para muchos que se acabe la vida, que se apague la luz, que todo se vuelva oscuro, se olvide, desaparezca y se vuelva insignificante. Nosotros somos insignificantes pero no empiezas a saberlo hasta que pasas los, digamos, cuarenta y cinco. Saberse insignificante tiene sus cosas buenas, te tomas todo con bastante más tranquilidad (señora mayor con hippy vibes) y valoras cosas que jamás te habían importado como los cachivaches de tu casa, los recuerdos familiares o dejar tu propio rastro. Que el negro se trague el rojo, el miedo de Rothko, me lleva a otra vez a un momento hace muchísimos años, más de treinta y cinco, en el que iba caminando con mi hermano Borja por Majalastablas, una calle de Los Molinos. En un punto, pasada la verja de la casa amarilla, no recuerdo de qué íbamos charlando, tuve que pararme porque de repente fui consciente de que Borja y yo en algún momento moriríamos y desapareceríamos de Los Molinos, de nuestras vidas, del mundo, del espacio. Puff. Dejaríamos de existir para siempre y ya no habría nada más. Fin y fundido a negro. Me agaché y me apoyé en mis rodillas porque no podía asimilar ese vértigo, esa súbita conciencia de nuestra insignificancia.
Me he pasado todos estos años bordeando ese pensamiento, ignorando su existencia, tratando de no verlo porque cuando alguna vez lo he rozado he vuelto a tener once años y a faltarme el aire en esa calle de Los Molinos. Rothko no soportó ese miedo y acabó suicidándose en febrero de 1970, tres años antes de que yo naciera. Nunca supo que el negro no se lo tragó, que su rojo sigue vivo.
“That one day the black will swallow the red.” Ese es el miedo mayor.
Bueno y que veinte años después de muerta alguien me escriba una carta como la de Marina Castaño a Cela. Prefiero caer en el olvido para siempre, que el negro me trague.