Después de la aridez de Valhalla Rising y la emoción de La legión invencible toca desengrasar con un poco cine desvergonzado e inconsciente. Que mejor entoces que lanzaros de cabeza a uno de mis placeres culpables: el cine de kung-fu.
Exactamente el localizado en el esplendor del género entre mediados de los 60 y mediados de los 70, cuando toco con la punta de los dedos las cumbres del delirio para luego echarse a rodar por las pendientes de la parodia en curiosa analogía con lo que, prácticamente en la mismas fechas sucedía con el eurowestern, genero con el que, por otra parte se cruzó en títulos tan sandungueros (y malos) como Shangai Joe o El kárate, el colt y el impostor, dirigida esta por el muy reivindicado aquí Antonio Margheriti. Y es que aunque no lo parezca todo tiene que ver con todo.
Encuentro en el cine marcial una fascinación cercana a la del musical, género que siempre he considerado como sublimación de lo que es el cine. Como el estilo que mejor explicita lo que de fantasía irreal, hermosa mentira y magia tiene el medio. Con su capacidad de crear un universo paralelo en el que la gente canta y baila en perfectas coreografías de las que entran y salen con una naturalidad que deja estupefacto. Ese impúdico y a la vez ingenuo


En cualquier caso algo parecido a todo esto ya lo expliqué en la reseña sobre Reurn of the Street Fighter y, siguiendo mi vergonzante costumbre, me autocito (para no repetirme, curiosamente): “Y es que si hay dos géneros extrañamente hermanados esos son el cine de artes marciales y el musical, lugares en los que, de pronto, la lógica se abandona por completo en un ejercicio de abstracción que se traduce incluso en un cambio de la concepción escenográfica/visual, en la que se altera por completo la planificación, la puesta en escena y el montaje. Todo supeditado a la belleza coreográfica del imposible, tanto sea el baile o la lucha. Aunque hay que reconocer que eso es algo que está mucho más logrado y marcado en el cine hongkonés de kung-fu y en directores tan maravillosamente imaginativos como King Hu (con su pieza maestra A touch of Zen en 1969 o la deliciosa Come drink with me en 1966,dos clásicos de los que Ang Lee tomó algo más que un par de cosas para Tigre y Dragón y a los que Zhang Yimou saqueó sin

Un catálogo anarcoide de imaginación superheroica sin mayores barreras que la capacidad de tolerancia frente al desbarre tronado al que se somete a un espectador que, si se suma a la fiesta, disfrutará como un loco de ese torneo entre maestros marciales (un clásico socorrido que permita además una singular abstracción involuntaria) conocedores de las técnicas de extensión de brazos entre otras maravillas de la antifísica. Saltimbanquis de todo pelaje enfrentados al sufridor Jimmy Wang Yu, un actor de raro carisma y casi nula destreza marcial que se convirtió en estrella durante la gran época de Chang Che en


En fin, una secuela/continuación/expansión de la ya enloquecida del El luchador manco, en la que Wang Yu reincide como director y profundiza todavía más en el estrambote (la anterior entrega contaba con highlights del demoledor calibre de un monje hinchable, una mano endurecida con hierbas y fuego o la desopilante escena cumbre del héroe andando boca abajo ¡sobre un dedo!), con una agradecida alergia cualquier noción de realismo (sic.) para abrazar el delirio tebeístico más disfrutable y lo abiertamente fantástico/disparatado.

Wang Yu vuelve a derrochar zooms, a dirigir sorprendentemente bien y a conseguir escenas de gran ingenio visual y una planificación de lo más aparente durante un combate final que sabe aprovechar el decorado y sus posibilidades para mover la cámara con soltura y dejar respirar la coreografía, envolviéndola en unos efectos de sonido más allá de cualquier raciocinio. Como extravagancia definitiva el film cuenta en su formidable banda sonora original (falsamente acreditada a un ignoto compositor chino y luego cambiada en diferentes estrenos y ediciones), entre otros temas robados a Tangerine Dream o a Kraftwerk, con un par de clásicos del krautrock pertenecientes a Neu! -Super , que suena durante los créditos del principio, y Super 16, que acompaña los momentos previos al duelo de cierre- siendo el segundo de ellos rescatado por (quién va a ser) Quentin Tarantino para el score de esa obra total del sampleado cinematográfico qeu es el díptico Kill Bill. Pero dejando aparte estas trapacerías de lo más habituales en el cinema bis, Wang Yu remata una (otra) película tachonada de ideas enloquecidas que si ha pasado a la historia (en miniatura, claro) es por el concurso de un villano más allá de cualquier adjetivo (homenajeado por Johnnie To en su primer Heroic Trio, por cierto): un monje ciego y sanguinario que persigue al protagonista portando como arma una larga cadena terminada en una especie de jaula/cepo, la ya legendaria guillotina volador con la que descabeza a todo aquel que se le pone tontito.

Director: Jimmy Wang Yu
Hong Kong
1975
93 min.
Fotografía: Yao Hu Chiu
Música: Hsun Chi Chen
Guión: Jimmy Wang Yu
Reparto: Jimmy Wang Yu, Kang Chin, Chung-erh Lung, Chia Yung Liu, Lung Wei Wang, Tsim Po Sham, Fei Lung, Fu Chiang Chi, Pai Cheng Hau, Ming Fei Wang