¿Es Borges quien escribe acercándose de esa manera al papel?
¿Quedará algún lector que pueda disfrutar un texto irónico? ¿Alguno todavía capaz de reírse de sí mismo? Esas son las preguntas que se hace el autor (anónimo en este caso pues en la web del suplemento del ABC no aparece su nombre por ningún lado) de este artículo, tomando como referente al binomio Biorges. (Actualización media hora después gracias al informante anónimo: el artículo es de Rafael Reig).Siempre he dicho que un novelista no necesita imaginación, sino cuñados (o imaginación para lo real). Sin embargo, hay tres cosas que no tiene más remedio que inventarse: a sí mismo, su tradición literaria y a sus lectores.
Para escribir hay que crear una voz narrativa y convertirse en otro. Es indispensable desaparecer: por eso toda obra es póstuma. Escribir es también una forma de leer la tradición, de elegirla y proponer una nueva Historia de la literatura. Y, por último, toda novela original necesita inventarse a sus propios lectores, puesto que reclama una nueva forma de leer. La fuerza, pongamos, de Faulkner no está sólo en que escribe de una manera diferente, sino sobre todo en que nos enseña a leer de una manera diferente. Leer a uno de los grandes es como aprender una lengua extranjera, nos convierte en lectores distintos (y por lo general mejores). Leer después a un autor menor no cuesta ningún esfuerzo: ya conocemos esa gramática.
En mi juventud era corriente ser bilingüe: leíamos con la misma admiración a Borges y a Cortázar. Nos provocaba la misma sorpresa El Aleph que las Historias de cronopios y de famas, y la misma incrédula y entusiasta pregunta: Ah, pero ¿esto valía? ¿Se puede escribir así? ¿Aceptamos a Borges como narrador y pulpo como animal de compañía?
Es el mismo estupor que dice García Márquez que sintió al leer a Kafka: ¡Pero si así contaba las cosas mi abuela! ¡Yo no sabía que esto se podía hacer, que valía!
Pedantería y papanatismo. Borges inventó una legión de lectores (y no pocos autores sucedáneos), pero no sé si muchos habrán logrado sobrevivir a la epidemia de pedantería y papanatismo que nos asola. Por ejemplo, hace poco leí en un suplemento dominical que ahora hay restaurantes en los que se come en la más absoluta oscuridad, para saborear los alimentos sin reconocerlos de antemano ni dejarse influir por su aspecto. ¿De qué me sonaba eso? Fui a la biblioteca más cercana y, aunque cada vez tienen menos libros (y más tonterías, a las que llaman multimedia), encontré las Crónicas de Bustos Domecq, de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.
Allí estaba, en efecto, en una (falsa) crónica sobre gastronomía donde se relata cómo se le ocurrió la idea al genial (aunque inventado) chef Darracq, que «con la seguridad que el genio otorga, ejecuta el acto somero que lo fijará para siempre en la más angulosa y alta cúspide de la cocina. Apaga la luz. Queda así inaugurado, en aquel instante, el primer tenebrarium».
Borges y Bioy ya habían inventado, a finales de los sesenta, los tenebrarium: alta cocina a oscuras. Sí, pero ¡ellos lo hacían de broma! Ahora estas pamplinas se hacen en serio y de buena fe.
En este libro, Bustos Domecq (el detective de Bioy y Borges) escribe sobre arte y eso que ahora se llama «tendencias». Cada crónica parodia un estilo periodístico, desde la entrevista a la crítica literaria. Hay arquitectura (edificios tan funcionales que resulta imposible vivir en ellos), pintura (cuadros borrados y después pintados por encima de negro, y que se venden a precios de escándalo), lo que ahora se llaman «propuestas» (un artista que firma el «espacio» entre dos calles), poderosas nuevas tecnologías («la máquina descansa y el hombre, retemplado, trabaja») y espectaculares avances médicos (la inmortalidad, ni más ni menos, aunque eso sí: convertidos en piezas de mobiliario).
Lengua extranjera. En resumen: el libro, de 1967, trata (en broma) más o menos los mismos asuntos de los que cualquier suplemento dominical contemporáneo habla completamente en serio.
Es una pequeña, casi imperceptible diferencia: la ironía (visionaria, por cierto).
En 1967 la ironía se percibía de inmediato. Un ejemplo: el libro está dedicado «A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce y Le Corbusier».
Ahora, tras tantos (y tan acerbos) años de corrección política, tras tanto «buenismo» timorato y tras tanta defensa del sagrado derecho de llamarse a agravio, ¿quedará algún lector que pueda disfrutar un texto irónico? ¿Alguno todavía capaz de reírse de sí mismo?
Borges y Bioy siguen siendo un excelente manual de esa lengua extranjera: al leerlos nos inventan como lectores irónicos, tolerantes y un punto maliciosos. Tal y como (a veces) nos gustaría ser.