La señora se sentó en la última mesa de la terraza hablando por su teléfono móvil y al notar que salía del bar se apresuró a gritar “¡Niño! ¡Un cortadito!” Levantando un poquito el trasero de la silla como para llamar mi atención pese a que era la única clienta en la cafetería y luego se dejó caer de nuevo. Yo me acerqué de todos modos a la mesa por costumbre a no atender desde lejos, pero siguió distraída en la conversación telefónica y no se percató de mi presencia, así que moví unos cuatro o cinco milímetros el cenicero a la derecha para disimular un poco.
La señora era como una especie de catálogo de centro de peluquería y estética, un muestrario de peinados y maquillajes diferentes; un fleco liso, mitad de melena rizada, el resto corta, y una o dos manos de pintura plástica como maquillaje.
- Un cortadito por aquí…
-Pues sí Carmita, llegamos de noche, ¡Ay! ¡Era descafeinado! pero lo pasamos de miedo…
- Descafeinado.
- Voy a pasar por, ¿de máquina no tienes? Traémelo de máquina. Paso por…
- Aquí tiene.
- Lo que no sé es si, ¡tráeme sacarina! Si allí tendrán…
- La sacarina
- Pero si no, dejame un poco de agua sin gas, si no voy…
- El agua por aquí – me arrancó el vaso de la mano y dio un sorbo -.
- ¡Buff, está helada! Traeme un fisco del tiempo pa´ rebajarla. La comida estuvo bien…
Rellené el vaso con agua del tiempo
- Pero de todos modos… !Niño! Déjame un vaso vacío pa´ cambiar el cortado, porque esto está hirviendo que no hay quién se lo tome y tengo prisa.
- Sí claro.
Le dejé el vaso y me quedé por allí rondando para ahorrarme el enésimo viaje hasta la barra de nuevo.
- ¡Niño! Dime que te debo.
- ¿Qué me debe? Pues no sabría decirle… pero el cortado son ochenta céntimos.