Revista Ciencia
Hace pocos días, me rebosó la indignación cuando, en una librería, un grupo de señoras muy pijas, que se contaban sus vacaciones en Marbella mientras tenían los cochazos aparcados en doble fila, pagaban con unos cheques-beca de la Comunidad de Madrid los libros del nuevo curso de sus hijos... chavales que acudían a un colegio privado privadísimo, además. Beca, naturalmente, que yo, como funcionario de clase A y renta más transparente que el cristal de Bohemia, jamás de los jamases podré conseguir para mis retoños.
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A ello se me sumó la semana pasada la noticia de la ridícula subida del IRPF para "rentas altas" con la que el Gobierno ha dado la última capa de maquillaje rojo al Presupuesto 2011 (se ve que el bote de L'Oréal se les está acabando, después de seis años de brochazo va, brochazo viene).
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Y supongo que me moriré sin llegar a saber cuáles son los espectros penantes de los pasillos del Ministerio de Hacienda que tan rápidamente les sorben el seso a cualesquiera gobernantes o legisladores a los que se les ocurra la peligrosa idea de controlar, aunque sea un poquito, las diferencias escandalosas que debe haber entre ingresos declarados, por una parte, y otros signos del nivel de vida de muchos de nuestros conciudadanos cuyas lentejas no dependen de la típica nómina.
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A mí, sinceramente, lo que me parecería mejor sería una reedición del impuesto de lujo, o al menos, que fuese necesario identificar claramente al comprador y al usuario final de los bienes y servicios a los que en general es difícil acceder si dependes tan sólo de un sueldo, aunque sea relativamente elevado, y que la compra de dichos bienes hubiera que hacerla constar en la declaración del IRPF, de manera que se viera la correspondencia (o su falta) entre gastos e ingresos (por supuesto, teniendo en cuenta varios años fiscales)..Enrólate en el Otto Neurath