Revista Expatriados

¿Quién perdió China? (1)

Por Tiburciosamsa


Durante la primera mitad del siglo XX EEUU tuvo una relación emocional con China. Primero fueron sus esfuerzos por una China independiente y abierta y por evitar que las potencias europeas y Japón se la repartiesen. Después estuvo la presencia de misioneros norteamericanos desde mediados del siglo XIX con su halo de romanticismo. Fue en buena medida por la obra de estos misioneros que los norteamericanos adquirieron la idea de que los chinos eran trabajadores, puritanos, austeros, con una cierta inocencia y que estaban abiertos al mensaje cristiano. Una propagandista muy eficaz de la idea del chino bueno y adorable fue la escritora Pearl S. Buck, hija precisamente de misioneros norteamericanos en China, que recibió el Premio Nóbel de Literatura por obras ambientadas en China como “La buena tierra”, un bombazo editorial en el EEUU de comienzos de los 30. Sobre esa base de buena voluntad construyó Chiang kai-shek una relación especial con EEUU en la que se vió muy ayudado por su mujer, Soong May-ling, quien se había educado en EEUU, hablaba inglés con acento de Georgia y sabía cómo hablarles a los norteamericanos. EEUU se involucró mucho en la guerra chino-japonesa del lado chino y tras el ataque japonés a Pearl Harbour pasó a ayudar abiertamente a China. Estando así las cosas, para la opinión pública norteamericana representó un duro golpe cuando esos chinos tan trabajadores, tan puritanos, tan austeros, tan inocentes y tan abiertos a Cristo, se hicieron comunistas y dieron la patada a Chiang Kai-shek. Así en plena Guerra Fría y con McCarthy tocando las narices, se suscitó la cuestión de quién había tenido la culpa de que se perdiera China.
Durante la II Guerra Mundial EEUU se había esforzado en apoyar el esfuerzo bélico chino y en evitar que el gobierno nacionalista de Chiang Kai-shek se colapsara. Lo segundo resultó bastante más difícil que lo primero. El Gobierno de Chaing Kai-shek era notoriamente corrupto e inepto y destacó por su mala gestión económica. Frente a él, los comunistas de Mao Zedong con su disciplina, igualitarismo y austeridad, ofrecían una clara alternativa. La política norteamericana durante esos años fue la de fomentar una coalición entre nacionalistas y comunistas para que se enfrentaran juntos al enemigo común japonés, en lugar de darse de palos entre ellos. 
En esos años EEUU dispuso de un plantel de diplomáticos excepcional: John Paton Davies, John S. Service, Edmund Clubb y John Carter Vincent. Eran inteligentes, habían estado destinados en China, hablaban el idioma y tenían un interés genuino en conocer el país. Por desgracia, también tenía en China un Embajador bastante menos excepcional: Patrick Hurley. 
Patrick J. Hurley era un militar que durante la II Guerra Mundial sirvió como enviado especial del presidente Roosevelt en varias misiones. Era un hombre que suplía su falta de estudios formales con una cierta inteligencia. Pero su talón de Aquiles era su personalidad: impetuoso, colérico, egomaníaco y con poco tacto. Hurley fue nombrado por Roosevelt Embajador en China en el verano de 1944. Sus misiones allí serían asegurar la cooperación entre el gobierno de Chiang Kai-shek y el General Stilwell, que dirigía el esfuerzo bélico norteamericano en China, la India y Birmania, y buscar que nacionalistas y comunistas chinos dejaran de enfrentarse y colaboraran en la lucha común contra los japoneses. Ambas misiones hubieran sido una tarea casi imposible para un hombre con un fino instinto político y un buen conocimiento de los chinos, así que para Hurley que se comportaba como un toro en una cacharrería…
Los grandes ególatras nunca fracasan. Es que les apuñalaron por la espalda. Eso le pasó a Hurley. Le empezó a molestar tener unos subordinados más inteligentes que él y que además defendían posiciones distintas de la ortodoxia. Por ejemplo, que Chiang Kai-shek era un caballo perdedor por su corrupción e incapacidad de formar un gobierno cohesionado y estable, que los comunistas, con una gran moral y disciplina, eran la fuerza del futuro en China y que los comunistas chinos eran antes que marxistas, nacionalistas. Hurley  se las apañó para sacárselos de encima y cuál no sería su sorpresa cuando en el otoño de 1945, estando de visita en Washington y cuando los sobacos ya le olían a fracasado, descubrió que varios de los asistentes de los que se había deshecho ocupaban posiciones de cierta relevancia en el Departamento de Estado. Eso equivalía a una desautorización por parte del Secretario de Estado o, dicho más claro, un feo de los gordos. El 26 de noviembre Hurley presentó su carta de dimisión, cuyo contenido ya se preocupó de que fuese conocido. La carta contenía perlas como ésta: 
Los profesionales del servicio exterior se pusieron del lado del Partido Comunista Chino en armas y del bloque imperialista de naciones cuya política era mantener a China dividida. Nuestros diplomáticos profesionales continuamente advertían a los comunistas que mis esfuerzos para evitar el colapso del Gobierno nacional no representaban la política de Estados Unidos. Esos mismos profesionales abiertamente aconsejaron al Partido Comunista en armas que rehusase la unificación del Ejército Comunista chino con el Ejército Nacional a menos que se les diese el control a los comunistas chinos.
A pesar de estos obstáculos avanzamos hacia la unificación de las fuerzas armadas en China. Impedimos la guerra civil entre las facciones rivales, al menos hasta que hube salido de China. Reunimos a los líderes de los partidos rivales para que mantuviesen conversaciones de paz. Durante este período la principal oposición al logro de nuestra misión vino de los diplomáticos de carrera americanos en la Embajada en Chungking y en las Divisiones China y de Extremo Oriente en el Departamento de Estado.”
La carta es tan cabrona como bien elaborada: yo, el Gran Hurley, hubiera triunfado, si no me hubiesen traicionado estos cabrones. En su momento su mayor efecto sería irritar al Presidente Truman, que designó al General Marshall como sustituto de Hurley, e indignar a algunos congresistas republicanos por el “entreguismo” de Truman hacia los comunistas. Por lo demás, a la opinión pública norteamericana China le importaba una higa y lo que quería era disfrutar de la paz recién alcanzada y que sus soldados volviesen cuanto antes. En realidad, las afirmaciones incendiarias de Hurley eran una bomba de relojería cuyos efectos se harían sentir varios años después.

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