Revista Política
A finales del siglo XVIII el primer ministro "ilustrado" (reformista) de Carlos III, el napolitano marqués de Esquilache, tuvo la ocurrencia de poner faroles de gas en las calles y obligar a caminar por la vía pública a rostro descubierto sin embozarse en la capa, como era tradición inmemorial española. Las consecuencias fueron inmediatas: la Iglesia y la aristocracia, que le tenían unas ganas inmensas a Esquilache y a su grupo de ilustrados "pre-rojos", manipularon a las masas populares más ignorantes y teledirigieron un motín "espontáneo" en Madrid y otras ciudades, que a Esquilache le costó el cargo y casi la vida y a punto estuvo de dar al traste con el reinado del Borbón más civilizado que hemos tenido.
Con el tiempo se impuso el sentido común y las capas terminaron por acortarse, las calles se iluminaron convenientemente y a la Iglesia y a la aristocracia les fue fallando el poder de convocatoria. Pero para Esquilache y tantos otros reformistas como él, ya era tarde. El napolitano que llenó Madrid de "latinos" (músicos, pintores, escritores, científicos, altos funcionarios...) que vivían agrupados en un barrio muy cerca del Palacio Real, murió en el exilio, al que había huido amargado por el desprecio cosechado entre las "gentes bajas", españolas esas a las que iluso de él pretendió beneficiar y civilizar.
Durante muchos años después de Esquilache empero, siglos en realidad, las mujeres de este país, de Galicia a Baleares y del País Vasco a Andalucía, a partir de cierta edad han vestido de negro de la cabeza a los pies, disimulando las formas femeninas con ropones amplios y dejando ver apenas el rostro. En Baleares, hasta hace muy pocos años, las viejas se cubrían de tal manera que sólo se les veía los ojos. Y naturalmente ahí están las monjas fuera cual fuese su congregación; hasta los años 60 o 70 del pasado siglo, todas se cubrían de la cabeza a los pies con verdaderos burkas. En la mayoría de órdenes de clausura estas mujeres vivían encerradas sin contacto con otros seres humanos que no fueran su confesor, algún familiar muy directo o en caso extremo de enfermedad un médico de confianza; en pleno siglo XX, aún se estilaba en las comunicaciones entre estas secuestradas en vida y personas del exterior del convento que la mujer se cubriera el rostro con una redecilla tipo mosquitera, que impedía incluso verle los ojos.
En los años 90 un servidor aún vio ancianas campesinas ibicencas vestidas y tapadas como bereberes de épocas pasadas. Y es que el mejor medio de combatir un clima extremadamente seco y caluroso es precisamente taparse por completo. A partir de esa constatación antiquísima se ha segregado la costumbre, devenida primero en práctica cultural y más tarde religiosa, de la que las mujeres cristianas del sur europeo se han ido desprendiendo en las últimas décadas, pero que aún persiste, reciclada en pura ideología, en las sociedades musulmanas. De hecho, el velarse se está convirtiendo en una forma de afirmación de identidad para muchas mujeres musulmanas que en puridad, ni siquiera son religiosas.
No cabe duda de que iniciativas como la que según El País de hoy promueve el gobierno de Bélgica, en el sentido de prohibir por ley el uso del burka en espacios públicos, contribuye a ahondar más si cabe la división entre quienes consideran el uso de ese tipo de prendas una opción particular por absurda que sea, y quienes quieren imponer una visión contraria asimismo particular y basada a su vez en prejuicios socioculturales. La extrema idiotez que manifiesta el gobierno belga en el modo de manejar este asunto augura un estallido de fervor identitario en masas de jóvenes belgas de origen magrebí, que verán en el uso de prendas rechazadas por los "cristianos europeos" una afirmación de su personalidad y a la vez un canal de rebeldía frente a una sociedad que se manifiesta incapaz de acogerles debidamente, y que sólo sabe recurrir a la represión como instrumento para ubicarlos socialmente.
Se impone una reflexión sensata en torno a estos asuntos simbólicos, siempre lejanos a los problemas reales pero a menudo espoletas de conflictos que pueden degenerar en quiebras sin remedio de la convivencia (o la coexistencia, según casos). En última instancia si los gobiernos europeos quieren comenzar la persecución de esta clase de vestimentas dando ejemplo, que prohíban las vestimentas de las monjas, ya sea en versión burka duro o en esas adaptaciones postmodernas con cofias de diseño y faldas a media pantorrilla. Porque lo realmente significativo no es el largo del vestido sino la función social y cultural de éste, y en eso no hay diferencias entre nuestras amables monjitas y las mujeres afganas.
La fotografía que ilustra el post está tomada de la web de la archidiócesis de Madrid, y muestra a un grupo de monjas completamente veladas durante un ritual católico actual.