Aunque no existe un acuerdo entre los expertos sobre la definición de literatura juvenil, ni en los límites sobre la franja de edad a la que se dirige, lo que sí parece lógico y necesario afirmar es que la literatura juvenil tal y como hoy la conocemos no pudo existir hasta que no se desarrollaron dos conceptos elementales: ‘joven’ y ‘adolescencia’.
■ ¿Por qué hoy, 2 de abril?
Con motivo de la celebración del Día Internacional del Libro Infantil y Juvenil, hemos creído necesario trazar el panorama general que existe alrededor de la trayectoria de la literatura juvenil a lo largo de su historia; un breve recorrido por las diversas tendencias, países y épocas en los que se ha venido desarrollando este género, que sin duda siempre contará con numerosos lectores a lo largo y ancho de todo el globo. La fecha del 2 de abril se escogió debido a la circunstancia del nacimiento de Hans Christian Andersen ese mismo día de 1805, escritor danés dotado de una gran imaginación que debido a sus obras (La pequeña cerillera, La sirenita, El traje nuevo del emperador, Las zapatillas rojas, entre otras) es considerado uno de los padres de la literatura infantil actual.
Fue el IBBY (International Board on Books for Young People) quien decidió comenzar esta fiesta literaria a mediados de los 60 del siglo pasado, que se sumaba al Premio Hans Christian Andersen, nacido a su vez en 1956 para galardonar a los mejores autores de literatura infantil. A veces el mundo parece transmitir la idea de que la literatura infantil y juvenil (LIJ) no es tan válida, ni rigurosa, ni inteligente, ni importante como la narrativa adulta: craso error de comprensión y apreciación que iniciativas como la que hoy se celebra se encargan de poner de manifiesto.
■ ¿Niño, Borrower o adulto en proceso?
¿Qué fue antes, la literatura infantil o la juvenil? Sin duda, la primera fue la pionera, ya que entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, sobre todo en los países anglosajones, la cultura se desarrolló alrededor de la infancia. La juventud tendría que esperar todavía un tiempo antes de gozar de literatura dedicada exclusivamente a ella. Antes de que la literatura infantil floreciera, el niño no era más que un adulto en miniatura, y como tal era tratado a todos los efectos, incluidos los planos laboral y afectivo. Por tanto, no existían lecturas enfocadas directa e intencionadamente hacia un público infantil, en primer lugar por lo que acabo de señalar, y en segunda instancia porque los pequeños no poseían el poder adquisitivo y/o de alfabetización necesarios del que sus mayores sí podían presumir. Como vemos, el dinero siempre ha mandado a la hora de publicar literatura, y por aquel entonces las imprentas no prestaban interés a este sector como por suerte sí sucedería, y desaforadamente además, en la Gran Bretaña del siglo XIX.
Otro problema que surge a este respecto es determinar la franja de edad en la que se mueven los niños y aquella en la que se mueven los jóvenes. Este es un aspecto que en la actualidad suscita opiniones enfrentadas y quebraderos de cabeza, aunque en el diario hemos optado por hacer caso de varios libreros y comenzar a entender la literatura juvenil desde los 12 ó 13 años en adelante. Sin embargo, hace siglos y sobre todo cuando hicieron su aparición la literatura infantil y juvenil, primero una y después otra, las condiciones sociales complicaban todavía más esta diferenciación. Se podía considerar infantes a aquellos entre cero y seis o siete años, y jóvenes a los niños y adolescentes de entre ocho y catorce o incluso dieciséis años. A partir de esa edad, todo niño pasaba a convertirse en adulto. Esta visión cambiaría gradualmente con la mejora de las tasas de alfabetización en Gran Bretaña desde el siglo XVIII y el desarrollo de una conciencia de protección del niño (ambas en buena parte asociadas a la Revolución Industrial y la Ilustración). Hasta que, por fin, se entendieron la infancia y juventud como dos etapas clave en la formación de la persona, que además de un sistema educativo adecuado necesitaba poseer sus propios cauces de diversión. Esto último se traspasó al ámbito de la lectura.
Si bien la mayoría de obras de la época seguirá manteniendo un carácter moralizante, ya se comienza a apreciar en el albor del Romanticismo una literatura de corte fantástico que alimentaba la imaginación de los niños mucho más allá de lo que podía suceder con los adultos. De hecho, a pesar de que el público objetivo de muchos relatos (Robinson Crusoe en 1719, de Daniel Defoe, o Frankenstein en 1818, de Mary Shelley) fuera el lector adulto, el componente creativo de esas obras era del todo propicio para el lector infantil y juvenil.
En el siglo XIX se siguen creando obras para adultos que cuentan con gran popularidad entre los sectores de menor edad, con tanto éxito que en la actualidad novelas como Tom Sawyer (1876), de Mark Twain, o Alicia en el País de las Maravillas (1865), de Lewis Carroll, se asocian en primera instancia con el género juvenil. Muchas de las historias de este tipo circularon en forma de “chapbooks”, término que podríamos traducir como panfleto o cuartillas (similar a la publicación de bolsillo actual), más asequibles económicamente; en este formato se publicaron muchas obras de Dickens. Se puede concluir que estas obras eran juveniles “avant la lettre”, es decir, técnicamente no existía una novela juvenil como tal porque ni siquiera se le había dado nombre al género, pero en la práctica sí lo hacía, era algo derivado directamente de los gustos de los lectores.
■ Estados Unidos: como la fórmula de la Coca-Cola
El espacio del adolescente tal y como actualmente lo entendemos se configuró de forma diferenciada tras la consolidación de la sociedad de consumo de masas en el ámbito anglosajón en la época de entreguerras (años 20 y 30, esencialmente en Estados Unidos) y en los años posteriores a la II Guerra Mundial (en Europa fundamentalmente). En Norteamérica los años de la Gran Depresión provocaron que se prolongara la formación escolar, que comenzó a extenderse cada vez más hasta los dieciocho años, con lo que el nuevo espacio ganado tanto a la infancia como al mundo adulto fue configurando sus propios iconos. Podríamos tomar la película Rebelde sin causa como referencia de ese nacimiento del adolescente, la búsqueda del entendimiento de su comportamiento, personalidad y gustos, y el intento de ruptura de la barrera de incomprensión que parecía levantar esa edad. A este respecto, resulta necesario mencionar El guardián entre el centeno (1951), del excéntrico J. D. Salinger, quien a través de Holden Caufield nos muestra a un joven de clase media que trata de buscar su sitio en el mundo que le ha tocado vivir; podría considerarse una de las piezas clave de la literatura juvenil.
Pero no podemos dejar de lado la colección de cómics Archie, que se empezarían a publicar en 1941, o las tribulaciones tan “de la época” de Sue Barton, personaje de Helen D. Boylston (1936-1952). Sue es una enfermera que cuenta sus experiencias de una forma inocente y entretenida. A estas se unirían otras como Owl Service (1967) o Red Shift (1973), de Alan Garner, ya en momentos bastante posteriores que retratan en diverso grado el sentimiento de soledad adolescente.
■ Literatura juvenil europea: imaginación al poder
En Europa su homóloga sería quizá Pippi Langstrumpf, de Astrid Lindgren (1945), que situaba a una niña en posición de desafío respecto al mundo adulto, elemento muy juvenil también; sin embargo, no sería sino hasta los años 50 y 60 cuando una auténtica Edad de Oro se desarrollaría en la mayor parte del Viejo Continente.
Desde las aventuras colegiales de Enid Blyton a través de los estereotipados y paradigmáticos protagonistas de Los Cinco o Las Torres de Malory, hasta el impactante Roald Dahl con su Charlie y la fábrica de Chocolate o Matilda, todas estas obras alentaron la imaginación de numerosas generaciones.
Una gran evolución supusieron las obras de C. S. Lewis Las Crónicas de Narnia o El Hobbit, El Silmarillion y la trilogía El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien, autores que llevaron el elemento fantástico a cotas elevadas que no han dejado de incrementarse con el tiempo y que constituyen una influencia importante para gran cantidad de escritores. Lo que predominaba a este lado del Atlántico era lo fantástico, que permitía una evasión de la realidad, algo que tanta falta hacía tras los horrores bélicos de la primera mitad del siglo XX. Pese a todo sí se publicaron novelas más realistas, destacando María Gripe o Judith Kerr con sus respectivas Cuando Hitler robó el conejo rosa y En la batalla de Inglaterra.
■ Sesgo de género: castas jovencitas y aguerridos muchachos
En la actualidad las campañas de marketing de las editoriales enfocan sus libros a públicos diferenciados, no sólo en función de la edad o los intereses temáticos, sino también condicionados por el género, pero esto no es algo nuevo. Desde finales del siglo XVIII y durante el XIX se desarrolla toda una literatura destinada a “muchachas jóvenes” de buena familia en la que se ensalzaba el componente emocional romántico, pero dentro de los cánones establecidos de buenas costumbres, donde el matrimonio era la meta deseada. Paralelamente se componen obras de “vida en familia” muy similares a las anteriores, que exaltan valores asociados al hogar y predican unas virtudes elevadas a las que las jóvenes debían aspirar para convertirse en mujeres de bien. En su mayoría estos libros estaban destinados a miembros de las burguesías decimonónicas en auge, grupo que veía a su prole como medio de promoción social.
Algunos ejemplos representativos de estos subgéneros son Mujercitas, de Louise May Alcott, o ya en pleno siglo XX la exitosa Seventeenth Summer (1942), que sería dentro del subgénero juvenil romántico una de las obras pioneras en mostrar una independencia de la mujer en el campo de lo sentimental. Dos años más tarde la revista Seventeen sería la primera en dedicarse en exclusiva al público juvenil femenino, a la vista de su enorme potencial económico. Otros libros sobre colegios de chicas también fueron relevantes, sobre todo en Inglaterra, entre los que es pionero A world of Girls (1886), de L. T. Meade. En Gran Bretaña destacaron también en este subgénero escritoras como Ewing o Molesworth.
En el caso de los muchachos, lo que predominaba eran historias de deportes, como The Iron duke, de John Tunis, así como de aventuras (clásicos como La Isla del Tesoro, de Stevenson). Por otro lado, destaca además la novela de Susan E. Hinton The Outsiders (1965), conocida en España como Rebeldes, y que dio lugar a una adaptación cinematográfica homónima bastante célebre que contaba con unos precoces Tom Cruise y Matt Dillon entre su elenco de actores. Si en el siglo XIX una de las lecturas favoritas para chicos era Tom Sawyer, con la rebeldía inocente como elemento característico, ya en los años treinta del siglo XX se apostaba por The Tattooed man, de Howard Pease (1926). Tampoco merece mucho la pena seguir pormenorizando aquí el subgénero juvenil masculino (si es que tal cosa existe), pues en general casi todas las novelas podían ser leídas por ambos sexos y predominaban las dedicadas exclusivamente a las féminas.
■ Mundo español: del río al mar pasando por el secano
Ahora sí, es ya el momento de tratar la cuestión del surgimiento y desarrollo de la literatura juvenil en el territorio español. También aquí lo que se podrían considerar los primeros pasos fueron dados por la literatura infantil, no en vano aún hoy se habla de la LIJ (Literatura Infantil y Juvenil) como un todo.
A poco que hayamos tratado con alguna persona mayor, sean nuestros abuelos o simplemente la vecina del quinto, seguramente les habremos oído decir de alguien aquello de: “Tiene más cuento que Calleja”, pero probablemente sin conocer su significado.
En torno a 1879 Saturnino Calleja adquiere el negocio de su padre y lo transforma en una editorial pionera en la época por su interés por la transmisión de la lectura en la infancia española. Fue el primero en publicar numerosos cuentos, tanto procedentes de otros países (de los Hermanos Grimm o Hans Christian Andersen, por ejemplo) como originales de autores patrios, “a precios de saldo” que permitieron que en los años veinte la mayor parte de los niños y niñas de nuestro país se hubieran enriquecido con ellos. No podemos olvidar tampoco a la autora Elena Fortún y las travesuras y desventuras de su pequeña Celia, quien se convirtió rápidamente en la “Guillermo” de aquí. Además, comenzaron a editarse en prensa suplementos dedicados especialmente a los más jóvenes, como el del ABC, que respondía al nombre de Gente Menuda, o la revista Blanco y Negro.
Tras los trágicos acontecimientos que tuvieron lugar entre 1936 y 1939 en forma de Guerra Civil, los ánimos no eran especialmente proclives hacia la cultura en general y la literatura en particular con motivo de la censura y la escasez, por lo que se produce un impasse en la producción de novelas juveniles, pero lo que es más grave aún, un estancamiento en las formas narrativas que no se recuperaría en parte hasta fines de los 50; este proceso también estaría relacionado con el exilio de numerosos escritores. Se procedió entonces al fomento de lecturas moralistas para niños y jóvenes que hacían retroceder a la LIJ lo conseguido en los pasados cincuenta años. De todo este tipo de novelas no dejarán de hacer clic en nuestra cabeza títulos como el de Marcelino Pan y Vino (1952), que contra todo pronóstico desarrollaría un importante prestigio internacional que llevaría a su autor, José Mª Sánchez-Silva, a obtener reconocimientos como el Hans Christian Andersen. Otro escritor más estrictamente dirigido hacia el público juvenil fue José Luis Martín Vigil, cuya obra Cierto olor a podrido refleja perfectamente la atmósfera de ahogo del momento. Ya desde finales de los 50 se produce un repunte de la literatura para los más jóvenes en nuestro país, con plumas tan importantes y renovadoras como las de Montserrat del Amo o Ana María Matute.
En general el realismo era la nota predominante en estos años, algo que tardaría un tiempo en cambiar, y lo cierto es que si echamos la vista atrás, la novela fantástica juvenil española no es algo que haya destacado con fuerza hasta la aparición de “booms” como el de Laura Gallego, al borde del tercer milenio de nuestra era. En su lugar lo que sobresalía era el realismo social; valgan como ejemplos las obras de Miguel Delibes El camino o Las ratas, que no eran estrictamente juveniles, pero sí contaban con un amplio público lector de esa edad.
En los 70 y sobre todo en los 80 las ventas de novelas juveniles se multiplican, impulsadas por las a veces controvertidas lecturas obligatorias, que ampliaban el abanico de lectores de forma exponencial. Sería imposible hablar de todos los autores que en estos años desarrollan su labor, más si cabe dado que su trayectoria se prolonga en la mayoría de los casos de forma ininterrumpida hasta nuestros días o hasta hace bien poco, pero destacamos por ejemplo a Jordi Sierra i Fabra, Carmen Martín Gaite, Jaume Ribera o Alfredo Gómez Cerdá. Por último, no podemos dejar de señalar que Memorias de Idhún (Laura Gallego) o las tropelías de Manolito Gafotas (Elvira Lindo) forman parte importante de los recuerdos más vivos sobre la literatura infantil y juvenil española de nuestra generación, sin tener nada que envidiar a otras publicaciones foráneas.