Vetusta Blues. –
“Rastros”
Rodeamos, por el Campo de San Francisco, el cordón policial que, de camino a mi trabajo, se presenta en el trayecto diario habitual. Le señalo a Ella algunas de las muchas estatuas del Campo, como la de Clarín, que apenas recuerda mientras echamos un ojo a la fotografía bien enmarcada que se acaba de comprar en la exposición del café Tránsito –uno de mis locales favoritos de la ciudad- a precio de ganga. Apenas reparamos en el torso de Fruela I, una de las menos fotografiadas de Oviedo, a pesar de ser la que mayor vigilancia tiene. Descuiden, no es por ella, es por el búnker del Banco de España, otro atroz atentado que en su día se cometió contra una de esas joyas que sólo podemos conservar en nuestro corazón: el Palacio de Concha Heres. Así son los rastros de la vida. De la ciudad y de las personas. Unos se derrumbarán para ser sustituidos en pos de una modernidad que sólo es codicia; otros permanecerán -de alguna manera- presentes en otras vidas, o a través de la existencia de otros.
Me abstraigo de los tiradores en las azoteas cuando Ella me transmite la sensación de una metralleta en su pecho, hace tan solo unos días en un vagón de metro a sólo mil kilómetros al norte de aquí. Se asombra de los modelitos de algunas ilustres habitantes de la ciudad. Estamos juntos y no hay tiempo para dejarse arrastrar por todas las mareas que traen los Premios, sólo queda pensar, al amanecer, en los rastros desperdigados por la ciudad. Los de los que serán olvidados; los de quienes crean sin pensar en más que en tratar de responderse a sí mismos; los de aquellos que sólo buscan esa nada del ascenso social que, al final, sólo son un puñado (o grandes puñados, o descomunales puñados) de monedas de vana codicia o de pueril renombre, comprado a precio de saldo; o de esos desalmados que plagian o ponen su firma a escritos o trabajos de otros, en la última oportunidad de un deseado ascenso social, siempre a la primera fila de la foto, del peloteo y de la mentira, expertos de la nada que no sea puñalada trapera, y que tanto cuesta desenmascarar…
Tantos y tantos rastros que deja la ciudad, entre fastos de unos y otros (ceremonias y manifestaciones de protesta),… Pero hoy lo único que me importa –alejado como siempre de las grandes luces, de la etiqueta y de esa palabreja que tanto odio, que chirría como la peor de las mentiras, la “excelencia”- es disfrutar de todas estas horas en su compañía, que los colores grises del otoño, que tanto nos gustan a Ella y a mí, se tiñan del color azul de sus ojos y me den, por fin, un instante de luz con la que poder alumbrar las sombras de quienes afilan sus puñales a mi espalda.
MANOLO D. ABADPublicado en el adirio "El Comercio" el sábado 31 de octubre de 2015