Revista Espiritualidad

Recriminándonos la Imperfección

Por Av3ntura

Desde niños, nuestros padres, tutores y maestros han intentado guiarnos hacia los caminos que han considerado más apropiados, según los criterios que ellos han ido adoptando en sus propias vidas. Han tratado de mostrarnos qué conductas estaban bien y cuáles no, aunque en ese ejercicio se hayan olvidado algunas veces de la importancia de enseñar con el propio ejemplo. Porque, para los niños, sus adultos de referencia son como espejos en los que ellos se miran a diario, copiando sus mismos gestos, sus mismas salidas de tono, sus mismos miedos, su misma alegría o decepción ante la vida.

A veces nuestros padres han pretendido tener con nosotros una segunda oportunidad de perfeccionarse ellos mismos, reparando los errores que ya habían cometido y advirtiéndonos constantemente de que no debíamos caer en las trampas en las que ellos ya habían caído. Pero han olvidado que sus hijos no éramos prolongaciones de ellos mismos, sino seres independientes, con una mente propia, con una vida distinta a la suya y unas motivaciones que tenían todo el derecho del mundo a distanciarse de las suyas.

Como hijos, ¿cuántas veces no habremos oído gritarnos a nuestros padres: “Pero, ¿tú no podrías ser un poco más normal?”

Pero la pregunta siempre se quedaba ahí, justo en el ataque, en la ofensa. Nunca iban más allá, porque nunca nos daban pistas de en qué consistía exactamente ser una persona normal.

Recriminándonos la Imperfección

Imagen encontrada en el blog La mente es maravillosa


El padre que le recrimina a su hijo que no sea normal, ¿se considera él mismo normal?¿Qué es lo que está haciendo el hijo para que el padre le ataque con ese tópico? ¿Acaso vestirse a su manera? ¿Acaso perforarse la nariz, el labio o una ceja? ¿Acaso hacerse vegano? ¿Acaso pintarse el pelo de color verde?

Nada de eso puede considerarse un motivo lícito para que a uno dejen de considerarle normal. Entonces, ¿qué es lo que en realidad le está recriminando a su hijo ese padre?

Tal vez que no sea como él. Que no se centre en lo que a él le gustaría que se centrase y, lo más importante: que se equivoque del mismo modo que lo hizo él en su propia adolescencia y como lo hicimos todos. Porque, para madurar, necesitamos equivocarnos. Para aprender, necesitamos dudar, replantearnos esas eternas verdades que pretenden vendernos como inmutables y también caernos las veces que haga falta para hacernos más fuertes tras cada caída y aprender a levantarnos por nosotros mismos.

Aceptar los caminos rectos y las vidas intachables es la opción menos arriesgada, pero también la que nos conduce a las metas más tristes. Porque las personas que se pasan la vida preocupándose de ser perfectas, quizá lucen siempre impecables y no esconden ningún muerto en sus armarios, pero por dentro están vacías porque nunca se han dignado a experimentar la vida dejando que esta traspasase los poros de la propia piel. Nunca se han atrevido a despeinarse, a abrirse en canal, a emocionarse hasta perder el control, a descargar toda la rabia, la frustración o el dolor que han acumulado durante años, tras esa pantalla de luz artificial..

Las personas deberíamos aprender desde la niñez a ser felices, no perfectas. A tener claro lo que no queremos en nuestras vidas, aunque haya momentos en que no sepamos exactamente lo que queremos ni lo que estamos buscando.

Dependiendo de la etapa de la vida en la que nos encontremos, las personas tendremos percepciones muy distintas en lo que respecta a nuestra escala de valores y prioridades.

A un niño no le podemos exigir las mismas cosas que le exigimos a un adulto, porque su grado de madurez no es el mismo, al haber muchas cosas que aún no ha tenido tiempo de vivir ni de asimilar. En cada una de esas etapas, deberíamos tener licencia para equivocarnos, para ensuciarnos, para desatar nuestras pasiones, para lamernos las heridas, para arrepentirnos o enorgullecernos de lo que hemos hecho, sin sentirnos culpables. Porque nadie tiene la culpa de estar vivo ni de comportarse como una persona viva.

El concepto de normalidad encierra demasiadas ambigüedades, porque tendrá tantas interpretaciones como personas traten de encasillarse en él.

En estadística, existe la llamada curva de distribución normal para analizar datos de diversa índole. Si extrapolásemos los datos a las personas, esta curva nos mostraría una especie de campana en la que los extremos representarían los excesos o los defectos y albergarían a las personas que más se alejan de lo que se considera normalidad. Personas muy excéntricas o muy retraídas se ubicarían en estos extremos, mientras las personas consideradas normales, se concentrarían en el centro de la campana. Esta área de normalidad sería bastante más extensa y en ella podríamos encontrar personas que compartirían una serie de rasgos y divergirían en otros. Seguramente, por muy cerca que se posicionasen en la curva, no seríamos capaces de encontrar dos personas iguales. Pero todas serían normales, porque estarían dentro del área de la media.

Nos sorprendería la cantidad de personas que dicha curva habría considerado normales a quienes se les ataca constantemente con la cantinela de “Podrías ser un poco más normal”. Porque, cuando un padre, un hijo, una pareja, alguien que dice ser un amigo, un compañero de trabajo, un jefe o la persona que nos vende cada día el pan nos recriminan nuestra falta de normalidad, no es a nosotros en realidad a quienes consideran no normales, sino a sí mismos. Pues siempre es más fácil ver la paja en el ojo ajeno, que reconocerla en el propio.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749


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