Revista Ilustración
Hay sensaciones que son indescriptibles. Ahí están. La historia se remonta a una fría tarde de invierno, en medio de la meseta. Un grupo de chicos de la zona disponen de un local de ensayo, un sitio que podría pasar perfectamente por un chamizo, por un cuarto para herramienta del campo, pero dentro habitan instrumentos, útiles para la música y, lo más importante, una tremenda ilusión por seguir tocando cada fin de semana. En ocasiones me acerco por allí. Tomo café, echo un cigarrillo y escucho unas cuantas canciones. Un poquito de rocanrol, que dirían los Burning. Ellos tocan para sí mismos, para mantener viva una ilusión adolescente que les permita realizar algunos buenos conciertos, grabar pequeños discos autoeditados con una calidad absolutamente brillante... Es amistad. Es genio. Es esa sensación de la que hablo. La sensación de que, al final del ensayo, me digan: tío, coge esa guitarra y vamos a tocar. Bien. Yo me cuelgo el instrumento prestado: el amplificador retumba en mis oídos, las cuerdas frescas, las manos heladas, pero un nerviosismo oscuro recorre mis piernas. Yo no sé tocar apenas. Me da igual,-dice uno de ellos- tú toca. Vamos allá. Me dejo ir. Toco lo que buenamente puedo, salto preso de una energía que no sentía desde que abandoné los escenarios teatrales hace más de siete años. Y canto. Cantamos. Nos retrotraemos a una escena de bar, puede que tuviéramos quince o dieciséis años, el mundo por descubrir. Un porro de hachís en la mano, Platero y Tú o cualquier otro grupo sonando en el bar, en cinta de casette, claro. Son treinta y cinco minutos donde sueño convertirme en músico, con poder practicar el último arte que me queda pendiente. Sueño despierto. Me imagino tocando para Ella, un puñado de canciones, con elegancia, con sentido, con sentimiento. Disfrutar como el buitre de la carne quemada. Disfrutar de los restos, de lo que pudimos ser y no fuimos. Disfrutar. Eso es todo. Volver a hacerlo. Así que lo digo: necesito practicar más. Y Él me responde: hace diez años que te compraste esa maldita guitarra, ya va siendo hora de que empieces a hacerla sonar, ¿no?. Sí, -digo y, a modo de excusa, añado: es que tengo que comprar cuerdas. Como si en diez años no hubiera tenido tiempo suficiente para hacerme con un juego de cuerdas con el que reponer las viejas. Llévate éstas, están nuevas, dos juegos, para que no te quedes sin poder practicar.- Me dice. Gracias, tíos, ¿qué os debo?- añado. Nada. Esto lo pagamos nosotros. La próxima vez que vuelvas, si es que vuelves, trae canciones aprendidas. Volveremos a tocar como hoy. Como siempre. Esa esa extraña sensación de la que hablaba, que no se va. Es la magia del rocanrol pienso. Y contra eso, amigos, no se puede luchar.