Revista Cultura y Ocio
Creo que era Bertrand Russell el que decía que, al final, no es por su mayor rigor lógico o argumentativo que uno está más de acuerdo con una filosofía que con otra, sino que es el propio carácter el que determina qué contradicciones parecen más aceptables que otras. Y, en lo que refiere a este punto, estoy completamente de acuerdo con él. No soy de los que piensan que un ideario sea lo mismo que una ideología, y la vida ya me ha enseñado que las contradicciones, como los vicios, son mucho más humanos que la rigidez del dogma y la pureza en las costumbres. (¿Será por eso que es siempre más fácil aconsejar a otros que a uno mismo, como bien lo dijo Marlaux? ¿No será que en el fondo damos siempre los consejos que nosotros quiséramos poder seguir si... si qué?)En todo caso, creo que la vida se parece más a un borrador lleno de erratas y tachaduras que a un cuadro sinóptico lleno de flechitas en colores distintos en el que quede reflejado un sistema que es del todo imposible por su aterradora perfección. La historia de las ideas (sin excluir su reflejo en los acontecimientos) ya ha demostrado una y otra vez que los intentos por reducir la existencia a un Esquema Absoluto no suelen terminar muy bien: o caen por su propio peso, o los barre otra propuesta de Esquema Absoluto que, por ser tal, no tiene lugar para otro de su misma especie. Es el cuento de siempre: las cosas marchan siguiendo su curso usual, hasta que de pronto alguien comete la honrosa desfachatez de invocar a la Humanidad con "H" mayúscula, y no pasan ni dos días antes de que rueden cabezas mientras los Guillotine y los Krupp de la historia se guardan un fajo en el bolsillo mientras silban la canción que convenga. Como bien dijeron Leibniz y luego Hume, muchos de los debates que se levantan ni siquiera son verdaderos debates, porque se fundan en el hecho de que las dos partes están usando las mismas palabras, pero con conceptos diferentes. Lo que ya tendríamos que haber aprendido, a estas alturas, es que eso es inevitable, y que por ende conviene conseguir que las partes se comprendan lo mejor que puedan; y que estén dispuestas a hacerlo, claro. Muchas veces he afirmado que no creo que exista ni la más remota posibilidad de que el mundo alcance, alguna vez, la paz de la que hablan todos los políticos y las candidatas a Miss Universo. Y no digo esto por querer desdecirmo, sino para volver a reafirmarlo. Sin embargo, soy de los que creen, también (y esta es una de las pocas cosas respecto a las cuales puedo estar de acuerdo con Habermas) que el diálogo abre posibilidades. No las que sueña Habermas con aires neokantianos, pero sí unas que eviten, de tanto en tanto, que tanta humanidad con "h" minúscula tenga que pagar con su vida las esperanzas que unos pocos tienen para la otra Humanidad, la que va escrita con esa perturbadora e irreal mayúscula por delante.