Revista Cultura y Ocio

Relatos finalistas (18): Homocausto

Por Gaysenace

Homocausto (Gran Canaria, España), obra finalista del I Premio de Relatos LGTB "Corralejo". Madrid, Febrero de 2030: El noticiario
Grupos radicales saltan a la calle en protesta por la nueva legislación que obliga al cierre de los locales de reunión aptos para un solo sexo. Esta medida junto con el refuerzo de las penas para aquellos casos relacionados con la práctica sexual entre personas del mismo sexo o cualquier conducta que pudiera ser considerada como antinatural forma parte del que ha sido bautizado ya como el Código Penal más duro desde que hace casi cincuenta años muestro país aprobase su Constitución… Cientos de jóvenes duermen hoy en la improvisada Red de confinamiento para los exaltados del Distrito Norte de Madrid. Un cordón policial velará esta noche por la tranquilidad de nuestra ciudad y se mantendrán en activo mientras sigan existiendo signos de brotes sociales con el fin de contener la situación. El Tribunal de La Haya y el Parlamento Europeo han mostrado su apoyo al Ministerio de Asuntos Internos de España en lo que se ha definido como la lucha por los intereses globales y la procreación. Las prácticas homosexuales penalizadas desde hace diecinueve años, cuando se alcanzaron las cotas de natalidad más bajas de la historia y comenzó la recesión de la evolución humana, declarándose la fase menos dos del proceso de extinción de la población del Planeta, siguen siendo una de las preocupaciones mayores para la Sociedad actual.
Veinte años antes: el abandono
El “dejado” siempre sufre más. No sé muy bien si el doble o el triple, o la proporción justa múltiplo del amor que haya sentido uno por el otro, o incluso del que siga sintiendo en el mismo instante del abandono, pero sin duda sufre más. Luego se adereza el sufrimiento con bonitas palabras solidarias, que pretenden igualar al que toma la iniciativa y salta del barco conyugal, con el que sigue mirando la proa y permanece en cubierta con cara de pánfilo achicando agua y tratando infructuosamente de seguir a flote.
Cuando aquella mañana de jueves se levantó, no podía adivinar que el calor que emanaba del cuerpo de su acompañante se convertiría en recuerdo hiriente a su vuelta a la memoria en tan solo unas horas. De haberlo sabido le habría abrazado hasta que el tibio aroma de su piel penetrara en sus fosas nasales por toda la eternidad. Es cierto que las mañanas en que los abrazos de su amante le despertaran a buen recaudo, cobijándolo, protegiéndolo del miedo y de la inminente persecución homófoba, había dejado paso a espacios vacíos que hacían del metro y medio de ancho del colchón, un hondo barranco en la imaginada orografía de la cama. Ignorante de su propio destino, salió aquel día a trabajar proyectando una nueva forma de vencer el hastío y la rutina, de los que tantas veces oyó hablar... Al fin y al cabo ocho años de furtiva relación debían pasar factura, máxime cuando en los últimos años había tenido que optar por vivirla de una manera menos pública ante tanta presión social.
No había día en que algún medio de comunicación no se hiciera eco de lo difícil que resultaba seguir conservando el jorobante bienestar social, con aquellas escasas cifras de población activa y natalidad como motor de la sostenibilidad. Grupos radicales comenzaban a organizarse, y lo que había empezado como hechos puntuales que ilustraban las páginas de sucesos de los periódicos de la mañana, se iba tornando crónica política eslogan de pancarta a defender por muchos. La homosexualidad vista por el común de los mortales como el colmo de la egolatría, resultaba insultante no sólo para los colectivos más conservadores y su habitual séquito de demagogos, sino lo que era peor, para una población asfixiada por impuestos y que parecía haber perdido toda opción de si quiera debatirse entre el deseo y la necesidad en sus grises existencias. Que aquellos que no ocultaban su deseo de disfrutar del sexo por el sexo quisieran convivir en igualdad de derechos con esa inmensa mayoría enturbiada, prácticamente obligada a procrear en pro de ese equilibrio social tan sobrevalorado, empezaba a ser inviable.
Esa noche, a la vez que el tintineo de la llave acompañaba la apertura de la cerradura y el olor a su café recién hecho le invadía una vez más, su mente voló ante un nuevo fin de semana proyectado en perspectiva cónica. Quizás aquel hotel del que le hablaran en alguna ocasión, o la hermosa casita rural que había descubierto juntos en una improvisada excursión al norte. Procuraría ponerle el suficiente énfasis a la propuesta para compensar la resabida negativa del otro. Buscaría un interesante tema del que hablar para vencer el silencio de la cena y por una noche volvería a recordar lo que era que una grata conversación impidiera escuchar el mascullar de sus dientes y los golpes de su respiración. Transcurridas unas mil quinientas expiraciones perfectamente oídas no pudo más y con el sentimiento hecho verbo se inició el final. Días después ya no tendría que preocuparse por escuchar el mascullar de cada uno de sus bocados, ni por el jadeo de su respirar... Afortunadamente la tele acompaña y puede aplacar el abismo del silencio. Jamás querría volver a probar el café.
Rogelio y Casilda
Rogelio vivía en una pequeña casa en la zona alta de la ciudad… Le habría gustado algo más amplio, pero tanto él como su esposa Casilda presumían de haberse podido permitir una residencia en aquel barrio del centro, alejado de las urbanizaciones de advenedizos y pretenciosos burgueses… Aquel distrito construido sobre las colinas con la mejor vista de la ciudad, repleto de hermosas fachadas racionalistas, albergaba a las familias más respetadas, aquéllas que aunque ya no tuvieran el suficiente dinero como para mantener encendida la calefacción todo el año, seguían inspirando admiración a su paso por los empedrados de las calles reales o en sus entradas a los palcos heredados del Palacio de la Ópera. El pisito de la familia Alba, un ático de unos ciento cincuenta metros cuadrados con una coqueta terraza rectangular, se alzaba en lo más alto de uno de los modernos edificios del corazón más noble de Madrid. Para Roge, como lo solían llamar sus amigos del club de paddle, eso era impagable. Casilda y él hicieron una buena boda. Cuando dos décadas antes, decidieron formar una familia “como las que Dios manda”, unieron el abolengo rancio de una familia venida a menos, la de ella, con el prometedor futuro burgués de un chico de clase media, bien educado y que mostraba incluso inquietudes socio-políticas.
Un labrador, dos chicos y la grata compañía de su esposa consiguieron por momentos hacerle olvidar su vida anterior, mucho menos estable pero más apasionada, superar así la nostalgia de aquel nombre que no se pronuncia, del café que no se toma y sobre todo aplacar los más íntimos y acallados deseos carnales.
Los encuentros
Miró por entre los visillos que cubrían los grandes ventanales del salón y la vio alejarse calle abajo con el mismo insinuante andar que la hizo centro de su atención dos décadas antes en el Paseo de Recoletos. Todas los martes y jueves Casilda se citaba con sus viejas amigas de la Facultad y entre sorbitos de té repasaban sus vidas plenas y ejemplares.
Se sentó una vez más delante de su ordenador con la eterna convicción de quien se sabe fracasado de antemano cuando su sugerente nick “grito al abismo” vuelva al off sin haber logrado encontrar lo que realmente ansía. A golpe de clic de ratón miró entre las cientos de fotos de torsos desnudos y caras distorsionadas con más intención que técnica, leyendo las frases que las acompañaban y nada, no vio nada… De pronto el pensamiento le hería y sintió caerse vertiginoso en un mar de recuerdos de una ya lejana existencia, con tristeza inusitada pulsó “desconectar”. Se dejó arrastrar por una bocanada de nostalgia y le pareció oler “su café”. Dejó caer su cabeza sobre el respaldo del sofá, recordándose cálidamente abrazado, agazapado como un niño a su pecho protector. Sintió una punzada en el estómago y tratando de controlar los espasmos de unas repentinas arcadas, corrió al lavabo. Dejó correr el agua como si el sonido del líquido maná le hiciera olvidar, se mojó la cara y levantó su mirada. No le gustó lo que vio reflejado, cerró el grifo y sin casi secarse el rostro decidió salir.
A hurtadillas entró en el local, no sin antes tomar las debidas precauciones, no en vano eran conocidas las historias de hombres desaparecidos en las inmediaciones de los lugares de ambiente... Había oído hablar de grupos extremistas que los secuestraban y llevaban a polígonos industriales de principios de siglo XXI ya abandonados. Sus naves habían sido reconvertidas en cámaras de gas para el “homoexterminio”, así lo llamaban. Esta horrible práctica había ido creciendo en simpatizantes, al calor de tanta ley homófoba con pretendida intención repobladora en un mundo amenazado por la extinción de la humanidad tras tanta pandemia y tanto accidente nuclear durante las primeras décadas del año 2000. En aquella situación le resultaba imposible olvidar las declaraciones del único superviviente  de tales barbaries que había salido a la luz: un joven profesor que logró escapar agazapado entre los amasijos de hierro de los bajos de una furgoneta. Su escalofriante relato sobre enormes salas blancas a las que les llevaban en filas de cuerpos desnudos, y sobre cómo una vez dentro y tras la intimidación y el maltrato, los asfixiaban como hicieran los nazis antisemitas, no fue portada debido probablemente a presiones políticas, pero sí que le quedó en su memoria de por vida. Sin embargo tanta observación del entorno y no advirtió la presencia de aquel hombre agazapado entre unos contenedores del callejón que había estado siguiéndole ya en otras ocasiones.
El humeante calor no le dejaba ver e intuía los pasos que se debían andar gracias a la sutil iluminación de los candiles que pretendían dar a la estancia un aspecto más sugerente. La respiración entrecortada por la aparente ausencia de oxígeno, imaginándose como ahogado por el fuego que atesoraba el camino, se abría paso jadeante hacia el pequeño lago de agua salada que esperaba denso y manso bajo un halo blancuzco. Los pies se hicieron agua y pronto notaron el cosquilleo de los grifos, los poros de la piel se abrían al frío circular del líquido en la profundidad de aquel estanque de placer. Se dejó tumbar exhausto al aroma de la humedad salada en la primera oportunidad, sin darse a penas cuenta de que rozaba un brazo ajeno. Musitó unas disculpas que emanaron como balbuceos, pero ni le importó la poca convicción del sonido, ni pareció importarle al otro su poca destreza en el movimiento. El vapor blanquecino se esparció y dejó espacio al abrazo de dos extraños que se adivinaban físicamente en la bruma. Tras el virginal encuentro, Roge se sentó en la primera terraza que encontró a su camino y sin pensarlo pidió una taza de café solo con dos de azúcar, su primer café desde el abandono. Como suele propiciar la melancolía, aquel café le resultó obviamente peor del que tomase aquella última vez veinte años antes.
La enfermedad
Salió del edificio como alma que lleva el diablo. Los ojos del doctor que le había atendido le habían delatado que algo iba mal y no dudó en salir de la consulta. Aprovechó la llamada solícita que por el interior profirió la eficiente secretaria: “El doctor De Diego quiere discutir con usted un caso urgentemente”, lo que aquel médico joven pero tan protocolario resolvió con unas disculpas aderezadas por una mueca que trataba, sin éxito, ser una sonrisa. Sonó hueco quizás debido al eterno eco al que aquel habitáculo parecía condenar la falta absoluta de adornos y apariencias; bendita oportuna interrupción... De no haber sido por el fatídico desmayo de esa mañana en la sala de juntas de la oficina, jamás habría acudido al médico, al menos no de aquella manera. Sin embargo cuando a las nueve y media perdió la conciencia y se desplomó, sus compañeros avisaron a los servicios de urgencias. Sabía perfectamente lo que padecía. Un rápido análisis visual y aquellos picores tenían una rápida y contundente respuesta en cualquier foro de internet. De hecho había conseguido podofilotoxina y desde hacía algunas semanas trataba de atajar la evolución de aquellas yagas averrugadas. Sentía la piel resecarse por momentos mientras el medicamento se introducía por los recodos y pliegues de su piel anal, rompiendo la estructura de aquella dermis desfigurada toda vez que actuaba eliminando el virus que le invadía desde hacía ya varios meses. A penas sí podía sentir su esfínter, en una dilatación disminuida por la incipiente estenosis, inflamado por el tratamiento. Además de una total inanición sexual, se había producido trascendentales cambios en su biorritmo natural. Desde el día en que le puso nombre a aquellas heridas, ya nada fue lo mismo. Los tejidos se agrietaban al paso de sus heces, en una experiencia desgarradora que resultaba patente al materializarse en el sanguinario líquido que viajaba hacia las entrañas de la ciudad. El tratamiento tenía también un efecto tóxico no determinado que le estaba debilitando hasta la extenuación, pero si su patología había tenido una consecuencia añadida en Rogelio, esa era la pérdida de autoestima que se añadía a la culpa. Se sentía sucio: una cloaca humana. Tenía la sensación de estar constantemente acompañado de un penetrante olor a piel corrompida y a sangre seca. Con todo, lo más complicado había sido ocultarle a Casilda su padecer.
Corrió, paró un taxi y sin cerrar casi la puerta le dio la dirección al chófer,  alejándose del hospital. No le quedaba mucho tiempo pues probablemente ya estaría llamando a su casa para informar de su estado. El sistema sanitario había endurecido sus protocolos y extremaba las medidas preventivas orientadas a evitar el contagio, máxime en las enfermedades venéreas... Se imaginaba la conversación que estaría manteniendo ya con Casilda y divagaba sobre cuál podría ser la reacción de la mujer... Tantas vueltas le dio que no se dio cuenta de que el taxi se había alejado de la ciudad y no se dirigía a la dirección acordada. Tocó con sus nudillos en el cristal que le separaba del cogote de aquel hombre de mediana edad y de aparente gran corpulencia ahora advertida, lo que el otro pareció ignorar. Tras varios intentos más Rogelio vio media sonrisa dibujada en el retrovisor del coche y posteriormente pudo leer en sus labios un fatídico “Ya te tenemos maricón”.
La sala blanca
Cuando le quitaron la sudorosa capucha y tras la convulsión de una respiración a medio contener durante tanto tiempo, le pareció reconocer aquel nauseabundo olor de otra época vivida y ya casi olvidada. El polvo de lo que parecía un camino sin asfaltar entró por sus fosas de manera precipitada, secando la piel de los orificios nasales casi a la vez. Con la vista aún cegada no atendía a averiguar el lugar al que había llegado y sólo unos reiterados ladridos toscos parecieron orientarle. Le empujaban tras una hilera de cuerpos que como el suyo deambulaban de manera tórpida a causa de los grilletes que descubrió en sus tobillos y que les ligaba a un futuro común y a todas luces poco esperanzador. Cuando parecía que su vista se adaptaba a las nuevas condiciones lumínicas, adentraron en una sala blanca que recordaba a aquellas saunas de mala muerte que alguna vez había visitado en sus cada vez más frecuentes viajes de trabajo. Alzó la vista y observó un entrelazado de tuberías que se perdían a lo lejos. Sintió humedecerse sus piernas y no tardó en comprobar que se orinaba encima. Nadie pareció darse cuenta. Los sollozos empezaban a dar paso a cierto nerviosismo bullicioso que se vio de repente interrumpido por una voz que pedía silencio abruptamente. Levantó la vista y creyó reconocer a aquel joven médico de la consulta algo libido junto al que parecía dirigir aquella operación... Entonces dejó de escuchar el discurso sobre el sin sentido de su existencia y una pretendida acción por la limpieza del alma y todas las historias macabras, que alguna vez había leído, llegaron a su cabeza. Minutos después el silencio cortaba la respiración y se oyó una puerta cerrarse; la sala se oscureció y se oyeron gritos., de fondo un casi imperceptible sonido de gas fugado. La artificiosa noche se volvió penumbra y quizás por el delirio de quien se sabe en manos de la parca o tal vez por efecto del mortífero gas, creyó verle a su lado. Tendió su brazo buscando torpe su mano hasta poder sujetarla. Sintió perder el control de sus piernas y aún mientras se desplomaba sobre el frío suelo no dejó de sostenerla. Como el pez que expira sus últimos alientos acompasados, extenuado, con las mejillas aplastadas por las baldosas y la mano tendida, Rogelio creyó volver a ver en aquel rostro desconocido las facciones de quien amara tanto tiempo atrás. Unos ya secos labios dejaron salir su silenciado nombre y un aroma a torrefacto le embriagó, y las sensaciones le permitieron esbozar una sonrisa en el preciso instante en que se le cerraron los ojos para siempre.

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