Revista Cultura y Ocio

Relatos GSN: La voz del silencio

Por Gaysenace

ReLaTos GSN: La voz del silencioJosé Nicolás Sánchez (Tarragona)
Una brisa de sal y coral acariciaba como un suave velo el rostro de Pablo. Emocionado y conmovido por el triste recuerdo de Fernando, contemplaba la feroz pintura viva de las olas rompiendo contra las rocas, salpicando de forma descarada el silencio de sus pensamientos.
Fernando ya no estaba. Su marcha había sido tan dramática como inesperada. Y así había sido también toda la vida de Pablo, llena de acontecimientos tan dramáticos como inesperados.
El desgaste del cansancio, roto por el desencanto y la desgana de seguir luchando, condimentaba toda aquella escena, flotando en el aire, como un suspiro que no conseguía ser escuchado. Apenas un susurro de palabras que no se atrevían a salir. Voces que temían ser oídas, quizá por miedo a ser reconocidas. Pronto sería Fernando quien volaría como escarcha de cenizas, con la única compañía del viento que ya soplaba y soplaba moviendo y alejando el pasado. El presente se quedaría en tierra, el futuro apenas se podía visionar en la fina línea azul que se dibujaba en el horizonte, uniendo y separando el mar y el cielo. Olas y nubes. Y de nuevo el viento soplando en silencio.
Aún podía sentir las palabras de Fernando la última tarde que habló con él. Estaba tan asustado y desesperado que no sabía qué podía hacer. Su voz quebrada sólo pudo transmitirle angustia. Él tampoco supo qué decirle.
Cuando sonó el teléfono a las tres de la madrugada, Pablo supo que algo terrible había sucedido. No necesitaba palabras. El sonido del teléfono y la hora le anunciaban que nada bueno había pasado. Y así fue. Fernando se había ahorcado dejando una nota con las palabras que no pudo decir, pero que logró escribir. Pablo y sus amigos no las escucharon, solamente pudieron leerlas. En silencio. Atónitos. Confundidos.
Pablo no era más fuerte que él. En realidad, nunca soporto recibir ningún tipo de golpe. Y para protegerse de todo y de todos, incluso de sí mismo, de su propia verdad, optó por construirse un muro de mentiras, duro como aquellas rocas que contemplaba. Un muro seguro y protegido de cualquier rechazo, y de cualquier ataque provocado por éste. Negando su propia verdad, enmascarándola, escondiéndola. Mintiendo sobre ella.
Pablo era un chico guapo, sano, inteligente. Pablo era un chico con futuro. Era. Pero, sin poder evitarlo, Pablo se iba convirtiendo en un hombre sin pasado y sin presente. Un hombre confundido. Como una ola más en la inmensidad del mar, del océano. Una ola que nunca llegó ni llegaría a ninguna orilla, pero una ola que sobreviviría nadando. Flotando y arrastrado por la marea. Abandonándose y rindiéndose a su corriente. En el más absoluto de los anonimatos. Una ola sin voz. Una voz que nadie escucharía. La voz del silencio
Jaime y Pedro llegaron y se unieron a él.
- Ha llegado el momento – dijo Pedro poniendo una mano sobre el hombro de Pablo.
- Sí, tenemos que hacerlo ahora. El viento sopla bastante fuerte – continuó Jaime.
- Supongo que tenéis razón. ¿Lo hacemos juntos?
- Sí, todos a la vez – contestó Pedro.
- Vamos allá – sentenció Jaime.
En breve, las cenizas de Fernando fueron arrojadas al mar perdiéndose en el aire, perdiéndose con los secretos de las sirenas y el vuelo de las gaviotas. En silencio y pausadamente. Ya no había prisa. Desde la playa, sus amigos se despidieron de él, también en silencio. Pedro y Jaime lloraron. Pablo se contuvo.
El viento seguía soplando.
La despedida duró poco más de una hora. Una hora sin palabras, sin voz. Solamente el viento, las olas y la arena. Ya de vuelta a la ciudad, los tres amigos decidieron ir a tomar algo caliente. Era un buen momento para poder charlar. Las palabras se amontonaban y empujaban por querer salir fuera de ellos. Entraron en un bar con sofás y se sentaron. Pedro fue el primero en hablar.
- Es extraño. Hace dos semanas que se fue, pero es ahora que lo empiezo a echar de menos.
- Podíamos haber sido cualquiera de nosotros – dijo Jaime.
- No digas estupideces. Fernando siempre fue el más débil – añadió Pablo.
- ¿En serio? ¿Y cómo sabes tú que eres más fuerte que él? – intervino Pedro-.  ¿Acaso no ves que Fernando siempre se había enfrentado a todos los que le atacaron? Él plantó cara a todos aquellos que lo rechazaron. Luchó y perdió. No pudo.
- Sí – añadió Jaime – quizá si lo hubiéramos ayudado. Si nos hubiésemos unido a él, quizá ahora seguiría vivo.
- O quizá ahora estaríamos los cuatro muertos. Colgados de una cuerda, o vete a saber cómo – protestó Pablo.
- En ese caso, ¿cómo puedes decir que era más débil que nosotros? Yo lo único que sé es que no fue lo suficientemente fuerte para vencer en su lucha, pero al menos sí fue más valiente. Él lo intentó.
- Pedro tiene razón. Él lo intentó.
- ¿Y qué pensáis hacer ahora? ¿Vais a imitarle? –les desafió Pablo.
- ¿Por qué no? Si estamos unidos todo será más fácil. Prefiero acabar muerto y convertido en cenizas que estar hecho polvo en vida.
- Yo estoy contigo – dijo Jaime. – No permitiré que el miedo me paralice. Si nos rechazan de nuevo, yo les plantaré cara.- ¡Pero el fútbol es nuestra vida! ¡Nos echarán!
- Nuestra vida no es el precio que debamos pagar por hacer aquello que nos guste. No tengo por qué esconderme. No tengo por qué avergonzarme. No tengo por qué rendirme ante ningún prejuicio. Está claro que no quiero seguir engañando a nadie, y mucho menos seguir engañándome a mí mismo – sentenció Pedro.
- Tienes razón. Lo haremos por nosotros mismos. Lo haremos por Fernando. Y lo haremos por otros que como Fernando estén luchando o enfrentándose a todo tipo de rechazo y discriminación.
- En ese caso, que tengáis mucha suerte.
- Pablo, únete a nosotros. Al menos inténtalo – le animó Jaime.
The power of goodbye, la balada de Madonna que tanto le gustaba a Fernando, sonaba en aquel momento. Ellos lo sabían. El poder decir adiós, como decía la canción, no resultaba nada fácil. Tras un breve silencio, Pablo se levantó del sofá.
- Nos vemos en casa – se despidió dirigiéndose a Jaime.
Cuando Pablo llegó a casa, puso la misma canción que escuchó antes de levantarse y despedirse de sus amigos. Encendió unas velas y se sirvió una copa de vino tinto. Había luna llena. Cuando Jaime entró, Pablo lo esperaba en la habitación. Sabía que no había estado acertado con sus amigos. Y no esperaba que Jaime lo perdonara. Ni siquiera tenía intención de disculparse. Simplemente lo vio entrar.
Pablo observó como Jaime se iba desvistiendo. La vela seguía encendida, la luz parpadeaba en su torso desnudo, casi perfecto. Pablo se incorporó y se acercó a él. Entre ellos, las miradas hablaban y lo decían todo. Entonces sus bocas se unieron, y el único diálogo fue un beso. Luego llegaron las caricias, y bajo la magia de la luna, como tantas otras noches, hicieron el amor.
Por la mañana, cuando Jaime se despertó, Pablo ya no estaba. Miró el reloj y se dio cuenta que se había quedado dormido y se había hecho tarde. Pero por qué Pablo no lo había despertado, pensó. Se vistió rápidamente y, tras beber un zumo, marchó al estadio. Al día siguiente tenían un partido importante y tenía que llegar a tiempo al entrenamiento. Cuando llegó, muchos de sus compañeros vociferaban, lanzando todo tipo de insultos, con voces indignadas y ofendidas.
- ¿Qué pasa? – quiso saber el muchacho.
- ¡Tú ya lo sabías! – le gritó un compañero de equipo.
- ¿Saber qué? – preguntó extrañado.
- No te hagas el tonto. Tú ya sabías que Pablo era maricón. Compartes piso con él. No me extrañaría que tú …
Jaime entró al vestuario y se encontró a Pablo sentado en el banquillo. Se estaba atando los cordones. Sus miradas se encontraron, se detuvieron, y ambos sonrieron.
- ¿Por qué lo hiciste?
- Tenías razón. El fútbol ni nada se merece un coste tan alto – dijo Pablo. – Si existe algo peor que el rechazo de los otros es que te rechaces a ti mismo.
- Has sido muy valiente – sonrió Jaime.
- No podía más – dijo Pablo. – El silencio me estaba matando. Nos estaba matando. Y no podía permitirlo.
Jaime lo abrazó. Y Pablo pudo, por fin, llorar todo lo que no había llorado. Y entonces descubrió que si estaban juntos, serían más fuertes y no podrían con ellos.
- ¿Y ahora qué vamos a hacer, Pablo?
- Ahora debemos salir fuera y seguir entrenando.


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