La comunicación resulta esencial para que podamos conectarnos con otras personas. Entre los factores que la hacen posible, siempre vamos a encontrar las figuras del emisor (la persona, fuente o medio de la que parte la información), del receptor (la persona o personas a quienes va dirigida esa información) y del canal(el vehículo que conecta emisor con receptor, que puede ser el teléfono, la televisión, internet, el espacio donde mantener una entrevista cara a cara o un libro, entre otras opciones).
La credibilidad que le vamos a dar a la información que captamos va a depender de la confianza que le otorguemos a quien está emitiendo esa información. Esa confianza va a estar determinada por el grado de conocimiento que tengamos de esa fuente y de las experiencias que previamente hayamos tenido con ella. Cuanto más estrecho sea ese conocimiento, más fácil nos resultará decidir si hemos de dar por válido el contenido de la información que nos transmite o rechazarlo directamente.
Aunque muchas veces no nos detenemos a pensar en nada de esto y nos dejamos llevar por la intuición, confundiendo nuestro derecho a estar bien informados con nuestro deseo de que la información que acabamos de recibir sea cierta. De ahí que cualquier bulo que lance alguien, a saber con qué intención, se acabe propagando por internet a la velocidad de vértigo que lo hace. Poca gente se para a pensar, ni mucho menos a contrastar esa noticia que, a priori, ya nos está insinuando sus rasgos de falacia, antes de verse impulsada a compartirla en sus redes sociales.
Esta práctica nos acaba abocando a un mundo en el que la verdad no resulta creíble y la mentira levanta pasiones entre las masas y acaba haciendo millonarios a verdaderos ineptos y arruinando a personas de talento impagable, que se ven obligades a reinventarse una y otra vez, a cambiar de país, a pasarse la vida buscándose la vida sin poder darse una tregua.
Pero hay una práctica aún menos saludable en la que, en mayor o menor grado, acabamos incurriendo muchas veces. Se trata de los mensajes que nos enviamos nosotros mismos a través de nuestros sentimientos. Mensajes a los que damos total credibilidad, pues, ¿en quién podríamos confiar más que en nosotros mismos? Si estamos sintiendo algo, ¿cómo no vamos a creerlo? ¿Cómo contrastar lo que uno siente?
Aunque nos cueste admitirlo, no todo lo que sentimos es real.
Imagen encontrada en Pixabay.
Hemos de tener cuidado con los mensajes que nos enviamos a nosotros mismos. No siempre las palabras que utilizamos para describir lo que sentimos resultan las más adecuadas y esas palabras acaban teniendo demasiado poder sobre nosotros, hasta el punto de cambiarnos la concepción de nuestra propia existencia.
Valiéndonos de todo lo que hemos heredado de quienes nos han precedido, seguimos atribuyéndole el origen de nuestros sentimientos al corazón y el de los pensamientos a la mente, pero nos equivocamos. Todo nace de la mente. Lo que sentimos acaba pasando por el filtro de la razón. Al poner en palabras esos sentimientos, de alguna manera estamos manipulando su naturaleza, pues estamos interpretando eso que nos pasa, sin ser conscientes de que en la elección de esas palabras para explicarnos y entendernos a nosotros mismos tenemos muchas más opciones de las que creemos ni de que, si nos atreviésemos a indagar un poco más antes de quedarnos con la primera que nos viene a la mente, tal vez eso que sentimos no nos haría tanto daño.
Un día podemos levantarnos algo más desmotivados de lo que lo estábamos el día anterior, pero eso no implica que nos tengamos que sentir tristes. Tal vez no hemos dormido bien por el calor, o porque nos despertaron los truenos a media noche y luego nos desvelamos. Tal vez ayer tuvimos un día más ajetreado de lo habitual y hoy estamos como si nos hubiese pasado una apisonadora por encima. Pero eso es falta de sueño o cansancio, no es tristeza. Y lo mismo nos puede pasar con muchas otras palabras que utilizamos a diario para designar nuestros supuestos sentimientos para describir lo que creemos que nos está transmitiendo nuestro corazón cuando, en realidad, es la mente la que nos habla.
Las palabras tienen un gran poder de manipulación sobre nosotros. Si lo tienen cuando provienen de fuentes y emisores externos, nos podemos imaginar cuánto más poder no tendrán cuando nos las decimos nosotros mismos.
“No sirvo para nada, soy un inútil, nadie me quiere o todos me ignoran” son algunos de esos mensajes demoledores que, cuando nos levantamos con el pie cambiado, nos podemos lanzar sin piedad cuando estamos frente al espejo o cuando no tenemos ni el coraje de mirarnos a los ojos mientras los verbalizamos.
Nada puede dañarnos más de lo que lo hacemos nosotros mismos cuando sucumbimos a esos peligrosos caprichos de nuestra propia mente. Porque nada de todo eso que nos decimos es verdad. Podemos ser más activos o más vagos, servir para unas cosas y para otras no, inspirarle a alguien antipatía o pasar inadvertido para muchas personas. Pero eso no implica que hayamos de caer en las trampas del absolutismo. Cada vez que recurrimos a iniciar nuestras frases con palabras como “todos” o “nadie” o, simplemente, las construimos en negativo, se nos debería encender una luz roja en la frente para alertarnos de que nos estamos manipulando, porque nada de lo que argumentemos en un discurso que parta de ese tipo de premisas va a resultar veraz.
Errores los cometemos todos, todos los días. Pero un error no nos convierte en personas erróneas, en las que ya no se pueda volver a confiar. Un día de bajón tampoco ha de convertirnos en personas tristes, ni un arrebato pasajero tendría que hacernos sentir como unos histéricos. Igual que el hábito no hace al monje, la emoción tampoco nos define. Sólo nos permite expresar aquello que debemos atrevernos a liberar para que no se nos enquiste y no nos complique la vida.
Las palabras han de servirnos para entender la vida y conectarnos con las vidas de los demás. Tenemos la inmensa suerte de contar con vocabularios extensísimos que nos permiten todos los matices imaginables a la hora de identificar y ponerle el nombre más adecuado a todo lo que sentimos. Seamos más cuidadosos con la elección de esos nombres y procuremos descartar los más dañinos, los que solo contribuyen a hundirnos un poco más, escondiendo tras ellos lo mejor de nosotros.
En un mundo en el que ya empezamos a estar gobernados por los ordenadores, tal vez nos iría muy bien aprender algo que ellos pueden enseñarnos: resetearnos a menudo, instalarnos nuevas actualizaciones que nos permitan adaptarnos mejor a las nuevas mareas y liberar espacio en nuestro disco duro, desprendiéndonos de conocimientos que ya no nos sirven y de concepciones de la vida que ya no se corresponden con nuestra realidad presente y entorpecen la emergencia de un futuro que nos pueda resultar confortable.
Aprender a desaprender es clave para poder darnos permiso para vivir una vida más plena y mucho menos manipulada por convicciones erróneas y sentimientos mal interpretados.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749