No es que las listas de los más vendidos sean el mejor de los avales, pero Por trece razones ha llegado a los puestos más altos en los puestos del New York Times y la edición española se cuela en las librerías con una discreción intrigante, quizá motivada por su recién estrenada editorial Ámbar. Ni siquiera en nuestra redacción, centro neurálgico del cotilleo editorial juvenil, estábamos enterados de su existencia hasta que salió publicado un artículo en El País. Pero dicho y hecho: una vez conocimos de este “conmovedor relato sobre la necesidad de la verdadera amistad”, fue un flechazo instantáneo. Con los deberes hechos, podemos decir que está a la altura de su fama.
Y es que no es una historia común. No hay vampiros, ni dragones, ni fantasmas. O fantasmas sí, pero no en el sentido estricto, sino en uno más realista y por lo tanto, más aterrador: Hannah, una adolescente estadounidense, se ha suicidado, pero eso no le quita protagonismo. De hecho, acapara toda la atención del relato desde las cintas de cassette en las que ha grabado las trece razones por las que no quiere seguir en este mundo.
Clay Jensen recibe sin esperárselo este testimonio póstumo. Viene por correo, en una caja de zapatos, y no trae remitente. Sólo necesita escuchar el primer minuto para entender de qué va el asunto: “Es un juego muy sencillo: primero las escuchas, luego las pasas”. Y una buena razón para no destruirlas: si la cadena se rompe, el contenido de los cassettes se hará público y las trece personas protagonistas no podrán hacer nada para que todo el mundo conozca su culpa.
Una a una, Clay va desentrañando los motivos que le llevaron a Hannah al suicidio a través de las trece caras de las cintas. Es un grito desesperado a la amistad, con los penosos resultados de hacer caso a los rumores malintencionados. Con las palabras de la protagonista, poco a poco vamos descubriendo las razones, las trece razones, y cómo los gestos más inofensivos pueden resultar fatales cuando alguien se va acercando lentamente al abismo. Hannah no vive un secuestro, ni una violación. Su vida, vista desde fuera, no parecía atisbar semejante desenlace. Pero hay que acercarse a su corazón, desde el frío altavoz del radio-cassette, para comprender que el efecto mariposa puede provocar estragos. Ni siquiera es una defensa del suicidio, aunque el libro puede provocar todo tipo de impresiones. ¿Acaso no es ese un objetivo, lícito, crear discrepancias entre los lectores? Jay Asher, desde un estilo rápido y sin ahondar en descripciones, no hace ningún intento de convencer o justificar: eso lo deja en manos del lector, que decidirá por sí mismo si Hannah fue valiente o egoísta, pero no hasta que haya descubierto una por una todas las piezas del puzzle que comprenden la fotografía de su suicidio.
Acompañando a Clay en su paseo por la ciudad visitando los lugares claves de la vida de su vieja conocida, la pregunta se repite una y otra vez: ¿por qué ha recibido él las cintas, y qué razón le daría a Hannah para que terminase con su vida? ¿Es justo lo que reprocha a todos los demás? ¿Cómo podrá mirar al rostro de todos los que salen salpicados con tan macabro epitafio?
Por trece razones no es un libro amable. Tampoco se puede decir que se trate de una historia bonita. Es más bien un relato duro, apasionante pero duro, que nos acerca a la mente de quien no quiere seguir viviendo. Hannah no es tan distinta a la gente de la calle: de hecho, cualquiera de sus vivencias podría haberte ocurrido a ti, o conocerás a varias personas que hayan pasado por lo mismo. Resulta escalofriante el retrato humano de la suicida, acostumbrados como estamos a contemplarlos como seres perturbados y desquiciados. Sirvan los siete cassettes para que no vuelva a ocurrir; tiéndele la mano a Hannah cuando todavía no ha dado el salto.