Revista Opinión

Retrato: José Donoso

Publicado el 03 julio 2011 por Bc

Retrato: José Donoso
José Donoso (1924/1996) nació en Santiago, Chile, en 1924. Estudió en la Universidad de Chile y luego en Princeton, Estados Unidos. Entre 1967 y 1981 vivió en España, donde escribió algunas de sus novelas más importantes. Entre otras distinciones, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en Chile, el Premio de la Crítica en España, el Premio Mondello en Italia y el Premio Roger Caillois en Francia. En 1995 fue condecorado con la Gran Cruz del Mérito Civil, otorgada por el Consejo de Ministros de España. Es autor de  varios cuentos, de las novelas: Coronación, Este domingo, El obsceno pájaro de la noche, Casa de campo y Donde van a morir los elefantes, entre otras, y de los ensayos Historia personal del “boom” y Conjeturas sobre la memoria de mi tribu.(*) El siguiente resumen pertenece a su relato "Una señora"  "No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su existencia. Pero si no me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba un barrio popular. Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar algún tranvía, cuyo recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba un libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba lloviendo esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto a una ventanilla limpiando un boquete en el vaho del vidrio para mirar las calles.  No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella sensación tan corriente y, sin embargo, misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y sin importancia como era, lo había vivido antes, o tal vez soñado. La escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese conocida: delante de mí, un cuello rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa deshilachada; tres o cuatro personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía, además, vi una rodilla cubierta por un impermeable verde junto a mi rodilla.  Conocía la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté en indagar dentro de mi mente dónde y cómo sucediera todo esto antes. Despaché la sensación con una irónica sonrisa interior, limitándome a volver la mirada para ver lo que seguía de esa rodilla cubierta con un impermeable verde.  Era una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un sombrero funcional en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas, de las que hay por miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus facciones regulares mostraban los restos de una belleza banal. Sus cejas se juntaban más de lo corriente sobre el arco de la nariz, lo que era el rasgo más distintivo de su rostro.  Hago esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la señora observé entonces. Sonó el timbre, el tranvía partió haciendo desvanecerse la escena conocida, y volví a mirar la calle por el boquete que limpiara en el vidrio. Los faroles se encendieron. La hilera de casas bajas se prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta, dos ventanas, mientras los zapateros, gasfíteres y verduleros cerraban sus comercios exiguos.  Iba tan distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se bajó del tranvía. ¿Cómo había de notarlo si después del instante en que la miré ya no volví a pensar en ella? No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.  Mi casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara el tranvía la tarde anterior. Hay árboles en las aceras y las casas se ocultaban a medias detrás de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y yo ya estaba cansado, ya que había pasado gran parte de la noche charlando con amigos ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el cuello del abrigo muy subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me antojó familiar, alejándose bajo la oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un instante.
Sí, era la mujer que iba junto a mí en el tranvía de la tarde anterior. Cuando pasó bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable verde. Hay miles de impermeables verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de que se trataba del suyo, recordándola a pesar de haberla visto sólo unos segundos en que nada de ella me impresionó.  Crucé a la otra acera. Esa noche me dormí sin pensar en la figura que se alejaba bajo los árboles por la calle solitaria.  Una mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica... Me cruzó una ligera extrañeza de por qué su identidad no se había borrado de mi mente, confundiéndola con el resto de los habitantes de la ciudad.  En adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en todas partes y a toda hora. Pero a veces pasaba una semana o más sin que la viera. Me asaltó la idea melodramática de que quizás se ocupara en seguirme. Pero la deseché al constatar que ella, al contrario que yo, no me identificaba en medio de la multitud. Iba al cine, y allí estaba la señora, dos butacas más allá. No me miraba, pero yo me entretenía observándola. Tenía la boca más bien gruesa. Usaba un anillo grande, bastante vulgar.  Poco a poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla.  Leyendo un libro, por ejemplo, me sorprendía haciendo conjeturas acerca de la señora en vez de concentrarme en lo escrito. A veces sentía la necesidad de verla, que abandonaba cuanto estaba muy atareado para salir en su busca. Y en algunas ocasiones la encontraba. Otras no, y volvía malhumorado a encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en otra cosa durante el resto de la noche. Una tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el banco de una plaza. Por uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer.  Hablaban con animación, caminando lentamente. Al pasar frente a mí, oí que la señora decía con tono acongojado: -¡Imposible!  La otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla mientras se alejaban por otro sendero.  Inquieto, me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas, para preguntar a la señora qué había sucedido. Pero desaparecieron por las calles. No tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con la esperanza de que la señora se cruzara en mi camino, pero no la vi. Parecía haberse extinguido, y abandoné todos mis quehaceres, porque ya no poseía la menor facultad de concentración. Necesitaba verla pasar, nada más, para saber si el dolor de aquella tarde en la plaza continuaba. No la vi en toda esa semana.  Las semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad para quedarme en cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis ideas. Quizás al cabo de varios días sin salir la encontrara de pronto. Pero no logré resistirme, y salí después de dos días en que la señora habitó mi cuarto en todo momento. Tomé tranvías, fui al cine, recorrí el mercado y asistí a una función de un circo. La señora no apareció por parte alguna.  Pero después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar un cordón de mis zapatos y la vi pasar por la soleada acera de enfrente, llevando una gran sonrisa en la boca y un ramo de aromo en la mano, los primeros de la estación que comenzaba. Quise seguirla, pero se perdió en la confusión de las calles.  Su imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en aquella ocasión. Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi barrio. Intuía sin embargo que en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a morir.  Regresé a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.  Rió un niño en el jardín vecino. Un perro ladró.  Instantáneamente después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un pozo de silencio en la tarde apacible. En un barrio desconocido, la señora había muerto. Cierta casa entornaría su puerta esa noche, y arderían cirios en una habitación llena de voces quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia un final imperceptible, apagándose todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me debo de haber dormido, porque no recuerdo más de esa tarde.  Al día siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia  anunciaban su muerte, dando la hora de los funerales. ¿Podría ser?… Sí. Sin duda era ella.  Asistí al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre personas silenciosas que conocían los rasgos y la voz de la mujer por quien sentían dolor. Ahora pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.  A veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no es más que reproducción de otra, vivida anteriormente. En esas ocasiones se me ocurre que voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de imperturbable verde. Pero me da un poco de risa, porque yo mismo vi depositar su ataúd en el nicho, en una pared con centenares de nichos todos iguales. Autor:José Donoso  (*) fuente:biografiasde.com Retrato: José Donoso texto-nuevo

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