Los heroicos expedicionarios en China. Barthes es el segundo por la derecha. Si, el de la pinta de aburrido.
En abril de 1974 China se encontraba en los últimos estertores de la Revolución Cultural, aunque eso difícilmente podía ser advertido por los observadores occidentales. En esos momentos se desarrollaba una campaña de movilización de masas contra Lin Biao y contra Confucio, o sea, contra el ex-Ministro de Defensa muerto tres años antes y que al parecer había intentado descabalgar a Mao y contra un sabio que llevaba muerto 2.400 años. Bonita empanada mental.
El viaje, organizado por la Embajada de China en Paris, fue el típico viaje que suelen organizar los regímenes totalitarios para mostrar a visitantes escogidos y medio convencidos de antemano lo bien que se vive en ellos. Durante las tres semanas que duró los intrépidos intelectuales fueron llevados a fábricas donde debieron escuchar ristras y ristras de cifras sobre la producción (alguien ha dicho que la China de 1974 convertía a todo intelectual que la visitaba en un inspector de trabajo; la descripción no puede ser más exacta), asistieron a óperas chinas, escucharon discursos sobre las maravillas del maoísmo, visitaron monumentos antiguos y, sobre todo, en ningún momento se les dejó que se mezclaran con la población ni se permitió que hubiera nada librado a la improvisación. La labor de los guías de la agencia Luxingshe es impedir que se salgan del recorrido y no tengan un solo contacto no autorizado. Una experiencia semejante a la que tuvo Malcolm Caldwell en la Camboya de Pol Pot en 1978. La diferencia es que Caldwell salió muerto de aquella experiencia; Barthes sólo salió aburrido.
Sus compañeros de viaje confirman su aburrimiento. Julia Kristeva cuenta que a menudo Barthes se quedaba dentro del coche cuando iban a visitar monumentos o en la puerta del museo. En los viajes en tren, en lugar de mirar el paisaje, se ponía a leer “Bouvard y Pecuchet” de Flaubert. El único momento en el que muestra algo de entusiasmo en todo el viaje es cuando en una ópera china le sientan al lado de un joven chino atractivo y se pasa la obra fascinado y tratando de flirtear discretamente con él. Lo peor de estar aburrido es cuando te rodean ingenuos entusiastas que no lo están. Imaginémonos a Barthes bostezando y contando los días que quedan para volver a París, mientras escucha un debate entre Sollers y Wahl sobre las bondades del maoísmo, o ve a Sollers pidiendo que le dejen conducir un tractor en una granja o jugando al ping-pong con estudiantes. Barthes está irritable. Sufre de jaquecas y le cuesta dormir. Uno sospecha que mientras intenta conciliar el sueño se cisca una y otra vez en el capullo de Sollers, que es el que le ha llevado allí.
La magnitud del aburrimiento de Barthes sólo se ha conocido póstumamente, al publicarse su “Cuaderno de notas sobre China”. Es una colección de notas que tomó durante el viaje, que nunca elaboró y que seguramente nunca pensó en publicar.
En las visitas a las fábricas toma nota de las cantidades de producción, uno no sabe si con la aplicación del buen estudiante o con el fastidio del invitado al que los recién casados le van a enseñar las cuatrocientas diapositivas que tomaron durante su luna de miel en Acapulco. “Verduras: año pasado, 230 millones de libras + manzanas, peras, uvas, arroz, maíz, trigo; 22.000 cerdos + patos…” Leyéndolo uno piensa que seguramente Barthes se estaba burlando de la obsesión de los planificadores comunistas con las cifras. Resulta tan grotesco, tan grotesco como esas pantallas de Bloomberg vomitando las cifras del último trimestre de las empresas. Al final va a resultar que la obsesión por las cifras no era exclusiva de los comunistas.
Comentando los discursos triunfalistas que se le infligen en esas visitas, habla de “la cementación en ladrillos de estereotipos”. En otra ocasión, refiriéndose al típico discurso maoísta bombástico, de los que tuvo que soportar varios, escribe: “Discurso mortal, comparación pasado/presente. Miro mi taza de té: las hojas verdes se han desplegado y cubren espesas el fondo de la taza. Pero el té es muy ligero, insípido, apenas una tisana, es agua caliente.” A veces el Barthes epicúreo resurge para aliviar un poco el aburrimiento de esas visitas fabriles: “Enorme sala. Martillos. Hornos. Calor. Vulcaniano, golpes estruendosos, barras incandescentes amartilladas. Obreros guapos. Se detienen y se agrupan para vernos pasar. [Intento quedarme cerca del más guapo, pero ¿para qué?].”
Barthes no es tonto y sabe que sólo se les deja ver lo que quieren que vean. Están viendo una China maquillada y nunca sabrán lo que se esconde debajo del maquillaje. “El hecho incontestable: el bloqueo completo de la información, de toda la información, de la política al sexo. Lo más sorprendente es que ese bloqueo funcione, es decir que nadie, con independencia de la duración y las condiciones de su estancia, logre forzarlo en ningún momento. Dimensión específica de consecuencias incalculables y que noveo muy bien. Cualquier libro sobre China no puede ser sino exoscópico. Placa selectiva, caleidoscópica.”
Un tema central de sus notas es que China es “un desierto sexual”. “Pero, ¿dónde meten su sexualidad?”, se pregunta angustiado. Cuando le llevan a ver las grutas budistas de Longmen, su preocupación es: “Y con todo esto, no habré visto el pito de un solo chino. Ahora bien, ¿qué conocer de un pueblo si no se conoce su sexo?” Antropología y cachondeo, se llama esto. “Decididamente hay demasiadas chicas en este país. Están en todas partes.” Esto por si había alguna duda de dónde estaban sus gustos.
Se pregunta por la vida sexual de los chinos que vislumbra, pensando seguramente si le harían un huequecito en ella. “¿Quién es este chico que está a mi lado? ¿Qué hace durante el día? ¿Cómo es su cuarto? ¿Qué piensa? ¿Cuál es su vida sexual?” La pregunta más importante viene al final.
El viaje para Barthes consiste en ir de privación en privación. Nada de sexo. A los quince días de iniciado el viaje registra: “ningún movimiento del sexo”. Lo mismo los guías les ponían bromuro en la comida. Otras cosas que echa en falta: el café, la ensalada, el flirteo. Hasta la escritura le abandona: “Desde hace ocho días, no estoy en expansión de escritura, en gozo de escritura. Seco, estéril.”
Después de dos semanas de viaje, y quedándole aún una tercera, escribe: “La noche: muy cansado y desanimado. Sentimiento: estoy harto, incluidas las conversaciones entre nosotros.” Poco antes de la partida, asiste al desfile del Primero de Mayo, que solía ser una gran ocasión en los regímenes comunistas y su opinión no puede ser más negativa: “Este primero de mayo da paradójicamente la imagen terrorífica de una humanidad que lucha políticamente a muerte para… infantilizarse. ¿Sería el niño el porvenir del hombre? Las 10.30. Salimos de esta sesión interminable agotados y deprimidos.” Una de las últimas entradas describe claramente los sentimientos de Barthes sobre su viaje: “6h. Fuera, bruma gris. [Tengo ahora el temor neurótico de que alguna vicisitud del tiempo impida que el avión despegue mañana].”
Lo peor es que al final Barthes se dará cuenta de que no ha entendido nada. En parte es culpa de sus guías chinos, que no les dejaron conocer la verdadera China, que no les dejaron salirse del recorrido programado. En parte es la propia cultura china, más lejana e inaccesible que la japonesa, con la que Barthes estaba más familiarizado. Es posible que su conocimiento previo de Japón más que ayudarle, le haya entorpecido en su descubrimiento de China. “Todas estas notas atestiguarán posiblemente el fracaso en este país de mi escritura (en comparación con Japón). No encuentro, de hecho, nada que anotar, que enumerar, que clasificar.”