El problema para Barthes es que a su regreso su público guardaba con ansia que les hablase de China. Y una parte de ese público, esperaba que lo que escribiese fuese encomiástico del maoísmo y de la Revolución Cultural. Barthes no tenía agallas para escribir todo lo que pensaba del viaje, pero tampoco era tan hipócrita como para ponerse a entonar las loas de Mao. El resultado final fue un artículo inane que publicó en “Le Monde” el 25 de mayo de 1974 con el título “¿Entonces China?”
Barthes dice en el artículo que habían partido con la esperanza de volver a Francia con un fruto intelectual: haber descifrado el secreto de China. Si verle el pito a algún chino era también uno de los objetivos del viaje, no lo indica. Sin embargo, en China se encuentran con una profusión caótica de símbolos, cuyo significado se les escapa. Por ejemplo, hablando del cuerpo, dice: “… la impresión extraordinaria (…) de que ya no hay que comprender el cuerpo, de que aquí resiste testarudo a que le demos un significado, de que se niega a dejarse atrapar en una lectura cualquiera erótica o dramática (excepto en la escena).”
La conclusión del artículo no puede ser más decepcionante: Barthes no se ha enterado de nada y lo reconoce sin tapujos. “Uno se pregunta entonces: ¿y si esos objetos, de los que queremos a toda costa hacer una pregunta (el sexo, el sujeto, el idioma, la ciencia) no fuesen más que particularidades históricas y geográficas, idiotismos de la civilización? Queremos que haya cosas impenetrables para que las podamos penetrar: por atavismo ideológico, somos seres descifradores, sujetos hermenéuticos; creemos que nuestra tarea intelectual es siempre descubrir un sentido. China parece resistirse a librarnos ese sentido, no porque lo esconda sino, más subversivamente, porque (y en eso es muy poco confuciana) deshace la constitución de conceptos, de temas, de nombres; no comparte los objetivos del saber como nosotros; el campo semántico está desorganizado; la pregunta planteada indiscretamente al sentido es devuelta como pregunta del sentido, nuestro saber es vuelto en fantasmagoría: los objetos ideológicos que nuestra sociedad construye son silenciosamente declarados impertinenes. Es el fin de la hermenéutica.”
El artículo decepcionó. Le gente debió de pensar: “¿Te vas tan lejos y al final lo único que nos dices es que no te has enterado de nada?” En el contexto de aquella época, y más en Francia, se esperaba que el intelectual se mojase y se declarase pro o anti. La neutralidad de Barthes descolocaba y decepcionaba. Hay quien la ha defendido como una crítica implícita al dogmatismo político. Yo ya he señalado mi opinión: Barthes se comportó como un cobarde, no quiso decir lo que realmente pensaba para no malquistarse con sus compañeros de viaje, ni tan siquiera con Sollers que tanto le había tocado la moral.
Barthes se defendió, diciendo que había querido hacer “un comentario en el tono del no-comentario”, que es una manera de “suspender su enunciación sin abolirla”. Ese tipo de paradojas quedan muy bien en labios de un monje zen, pero en boca de un semiólogo francés del siglo XX no cuelan. Si hubiera sido sincero, habría confesado que sufría del típico mal de los intelectuales franceses de izquierdas: no ver y no hablar de lo que no les interesa.
Uno de los críticos más acerbos fue Simon Leys, un crítico furibundo del maoísmo, que esperaba que Barthes se mojase un poco más. Leys calificó el artículo de “un pequeño chorro de agua tibia del grifo.” Leys dijo que con su artículo Bathes había investido “de una dignidad completamente nueva a la vieja actividad, tan injustamente criticada, de hablar para no decir nada.” No le falta razón a Leys, pero prefiero al Barthes que no dijo nada sobre China, que al Sollers que se explayó.