El ventilador de la computadora (que me ha valido un par de reclamos en conversaciones de voz sobre IP) acompaña al ruido del agua al caer. Ya cesó la lluvia, pero habemus sonitus porque inercia. Uno de los canales está generando la caída continua de gotas, parece un corazón acelerado, con una frecuencia intermedia entre el pulso adulto y el pulso fetal. Por allá se oye otro tiempo, es irregular. El agua se desliza por los ramajes de los árboles y producen un ritmo similar al de la madera que se quiebra bajo el fuego.
Ronald Deibert y Joseph Stiglitz se sientan uno a cada lado, ambos vestidos de negro pero con variaciones minúsculas del tono naranja en su traje, ¿será que eso vende? No se hablan, su mirada va en direcciones distintas. A Joe, como le dicen sus amigos, todo el mundo lo conoce. Ganó el premio Nobel de Economía, predijo dos crisis mundiales, lo invitan a todas las zonas horarias por igual. Se puede dar el lujo de olvidarse de la industria editorial y publicar su nuevo libro en Internet porque “la propiedad intelectual es parte del problema”. Quizá quiero hablarle de eso, quizá eso llame la atención de Deibert.
Ronald es muchas cosas pero es una la que importa, él dirige una agencia de inteligencia. Seguramente está en la lista de objetivos principales de tantas otras, pero la de Deibert es diferente, él trabaja para la gente. Citizen Lab, en la Universidad de Toronto, es un centro de investigación interdisciplinario que estudia la intersección de el Internet, la seguridad global y los derechos humanos. Es un sistema de alerta temprana para los ciudadanos y un dolor de cabeza para las organizaciones que atentan contra la libre expresión, la libertad individual, el derecho a la confidencialidad; sin importar si se trate de grupos ilegales o instituciones gubernamentales. También se ganó un premio.
Stiglitz habla de economía. “Estoy feliz de haber podido realizar los cambios que hice cuando fui parte del sistema”, hay un sistema y se debe cambiar. Trabajó formalmente como asesor del presidente Clinton y del banco mundial. Todo el mundo le consulta de forma informal. A Ronald, los correos le llegan cifrados. La gente usa su llave PGP para enviarle correos con la esperanza de que muy poca gente —ojalá sólo él— lo pueda leer.
Ven historias antes que sucedan, las vuelven a narrar porque resultaron ser. Porque todo el mundo sabe que los verdaderos profetas no se autoproclaman como tales, sino que se los descubre por el trabajo que ellos, y no nosotros, pueden entender. Pero sin mí ellos no pueden entenderse, sin mí están a una distancia que es muy difícil de guardar, su dimensión social es muy distinta y, sin embargo, Ronald Deibert y Joseph Stiglitz se sientan uno a cada lado, ambos vestidos de negro pero con variaciones minúsculas del tono naranja en su traje. Espero, por el bien de todos, ser un buen anfitrión.