Revista Cultura y Ocio
Desde que lo vi lo supe. Esa ropa, esas zapatillas, esa cara… no podía ocultarlo.
Pondré al lector en contexto. Estaba en una zona donde la gente se dedica a correr (o como ahora se conoce: running). Ahora la gente va con ropa sofisticadisima: mallas de compresión que facilitan la circulación de la sangre, camisetas transpirables que mantienen la piel seca o zapatillas con amortiguación de gel ultra ligeras. Pero nuestro “new runner” no tenía ninguna de estas prendas. En lugar de esas zapatillas de nueva generación llevaba unas zapatillas blancas que aparentaban ser de lo más duras y que seguramente solo utilizaba cuando bajaba los domingos a comprar el pan. En lugar de las mallas tenía unos pantalones cortos probablemente de la época de naranjito. Y en lugar de una camisa transpirable llevaba una camiseta blanca sin marca que le quedaba un poco grande y que probablemente utilizaba para dormir.
Con esta indumentaria me daba a entender que era nuevo en esto del correr. Diría que estaba a mediados de sus cuarenta. Su cara, que mezclaba a partes iguales cansancio y depresión me informaba que aguantaba el cansancio porque quería estar en forma y modelar ese cuerpo que había abandonado desde muy temprano en su vida porque desde que se casó y tuvo hijos no tuvo tiempo ni sobretodo motivación para cuidarlo, y que la depresión la aguantaba porque no le quedaba otra.
Hacía poco que su había sufrido un divorcio donde se quedó con más bien poco. Casi que solo él. Y al ver lo poco que tenia reflejado en el espejo lo está intentando mejorar a marchas forzadas.
Lo miré. Calculé cuantos años me quedaban para llegar a su edad y aumenté el ritmo de carrera.