[Ésta se la dedico a mi hermano, porque sí, porque se lo merece].-
¿Es importante el equilibrio en el cine? Algunos pensamos que sí; que, más allá de la valía particular de cada uno de los elementos que integran el producto fílmico, la resultante final debe alcanzar un valor más o menos homogéneo; que los pasajes o secuencias en que, al fin y a la postre, se descompone el desarrollo en imágenes de una trama cinematográfica deben mantener una cierta armonía en cuanto a su alcance y calidad. Desde esa perspectiva, 'Rush', que no es una mala película, no es una buena película: sus profundos desequilibrios le impiden alcanzar (en la modesta opinión del que esto escribe) tal calificación.La última entrega de Ron Howard —un hombre que, más allá de calidades y equilibrios, siempre manufactura productos de capacidad comercial indestructible (éste también lo es)—, plantea el enésimo relato (basado en un episodio real) de una de esas rivalidades bigger than life, la que enfrentó en la primera década de los años setenta del pasado siglo a los pilotos de Fórmula 1 James Hunt, británico, y Niki Lauda, austriaco; y cuenta para ello con abundancia sobrada de medios materiales y un generoso metraje, a manejar con toda la pericia de que puede ser capaz un director veterano y solvente como Howard.Fruto de tales disposiciones es una espectacularidad formal verdaderamente deslumbrante, derivada de un trabajo de dirección artística cuidadísimo, a través del cual se logra una recreación fastuosa de todos los elementos que integran el ya de por sí exhuberante mundo de ese circo de aceite y decibelios que es el de los circuitos de Fórmula 1. Bastaría una comparativa rápida con cualquier documental de la época en que está ambientada la cinta para comprobar que el verismo alcanzado en la reproducción de ambientes, vestuarios y situaciones deportivas alcanza cotas de auténtico escalofrío, y, junto a un trabajo de planificación y sonido impecables en las escenas de carreras, convierte esta parte de la cinta en un auténtico festín para los aficionados al mundillo en cuestión.Harina de otra costal es la que viene a estar integrada por los pasajes en que la cinta se sumerge en su faceta intimista, aquella en que, por un lado, se nos dibuja a los dos personajes protagonistas (dos personalidades absolutamente antitéticas, la noche y el día, con un único punto en común, que es el de la ambición ciega por el triunfo) y, por otro, se articula el enfrentamiento entre ambos, a veces más explícito e inmediato, a veces más distante e indirecto. Con independencia de que este capítulo alcance, o no, el mismo verismo que alcanzan los pasajes centrados en la competición deportiva (algo siempre más difícilmente ocntrastable, en la medida en que hay que fiar tales apreciaciones a testimonios no siempre fáciles de verificar), lo que sí resulta evidente es que el retrato que arroja es de un nivel notoriamente inferior, en su brillantez, al que se narraba en el párrafo precedente. Howard nos muestra a dos pilotos, Lauda y Hunt, Hunt y Lauda, que más parecen dos niñatos enfrascados en una permanente riña de patio de colegio, trufada de chulería patibularia (en la más rancia tradición del cine de héroes palomitero, en su más pobre expresión), que dos deportistas de élite, de altísimo nivel, motivados por impulsos espiritualmente más elevados (aun cuando algún diálogo final intente alzar un vuelo que, a estas alturas de la 'vaina', ya no hay forma de elevar).Ése, el de la enorme diferencia entre la brillantez formal de su parafernalia imaginera y la pacata pobreza del dibujo de sus personajes protagonistas, es el desequilibrio básico y elemental que lastra esta propuesta, y la convierte en una cinta que no es buena, ni mala, sino todo lo contrario. Cosas de Howard, supongo. ¿Que el crítico debería mojarse más? Creo que con la manta de agua que cae en el circuito de Fuji, en esa mítica última carrera del mundial de 1976, ya es más que suficiente...