Dumela Ma! Dumela Ra! Este era el saludo, a mujeres y a hombres, respectivamente, con que nos recibían en Botswana y al que acompañaban de una musicalidad que hacía juego con su sonrisa. A nosotros también nos hacía sonreir y respondíamos con un Dumela! Pronto los íbamos a echar de menos.
Se acercaba el final del safari. Volveríamos a madrugar para dirigirnos hacia Maún, a más de cuatro horas de distancia, y por la tarde le pondríamos la guinda a este gran pastel que había sido nuestro safari Sobrevolando el Delta del Okavango. Pero nada más salir de la reserva nos esperaba una visita de lo más interesante.
Aquella mañana habíamos madrugado como siempre aunque recoger y cargar el equipaje, despedirnos del equipo que se quedaba allí recogiendo el campamento y, por que no reconocerlo, decir adios al verdadero safari, al estilo de vida que habíamos llevado durante unos días, hizo que tardaramos más en estar listos en los vehículos.
La mañana era fría, el todoterreno arrancó a gran velocidad y a pesar de ir bien cubiertos, el aire y el polvo que levantábamos a nuestro paso, quemaba nuestras mejillas. Salimos de la reserva de Moremi por la puerta de Mababe, cruzamos el río Kwai y el vehículo aceleró todavía más.
Pasados 15 minutos paramos junto a unas chozas. En ellas vivían una familia completa con la que habíamos estado charlando el día anterior y nos habían explicado cómo construían sus viviendas y cómo realizaban las cestas. La artesanía es su fuente de sustento en la actualidad, tras la prohibición de la caza. Precisamente íbamos a por las cestas y otras artesanías, la otra tarde se comprometieron a tenerlas acabadas para nuestra partida.
Esta clase de visitas, este tipo de contacto con la gente que habita cerca de las reservas manteniendo costumbres casi ancestrales, no está contemplado en un safari. A los habitantes les gusta o no dependiendo de cómo establezcamos ese contacto. Lo que no es correcto es acercarse a fotografiar su vida diaria sin pedir permiso. A nosotros tampoco nos gustaría. Por el contrario, acceden encantados cuando antes dejamos claras cuáles son nuestras inquietudes y les pedimos permiso.
El día anterior nuestros guías habían hablado con ellos y les habían explicado que estábamos interesados en conocer cómo construían sus viviendas y cómo trabajaban la artesanía. Estuvieron de acuerdo desde el primer momento, así que estuvimos un largo rato charlando con esta familia, jugando con los niños y conociendo algo más de la historia de Botswana, de la vida de las familias que vivían en los alrededores de la reserva. Familias en las que los hombres trabajaban como rastreadores cuando la caza estaba permitida y que cuando el gobierno la prohibió, hace no demasiados años, sin ayuda alguna, tuvieron que buscar otras alternativas para su subsistencia.
Pasamos un rato entrañable, visitantes y visitados. Siempre resultan muy enriquecedores este tipo de contactos respetuosos, solicitando permiso y sin avasallar. Me atrevo a decir que gusta a ambas partes. A la gente le gusta que nos interesemos por su trabajo, por lo qué hacen y, al menos a mí, me resulta de lo más gratificante.
Esa mañana no nos podíamos entretener demasiado, así que proseguimos con nuestro viaje, primero por rutas de arena, después ya por pistas asfaltadas.
Un par de horas después, aunque ahora ya comienzo a perder la noción del tiempo, paramos en la valla veterinaria, que es la que separa la vida salvaje de los ganados, cosa bastante relativa por que los animales no entienden de vallas. Como hicimos en Zambia, al inicio de nuestro safari, pasamos con nuestros zapatos por una cubeta con desinfectante, volvimos a subir al vehículo y pusimos rumbo a Maún.
Dos horas más tarde nos encontrábamos ya en el Maun Lodge, un confortable y tranquilo hotel a las afueras de Maún, junto al río Thamalakane. Maún no es una gran ciudad pero me pareció mucho más cosmopolita que Kasane, base de nuestro safari por el Parque Nacional Chobe.
En Maún podemos encontrar tiendas, agencias de viajes, pequeños centro comerciales y un par de pequeños aeropuertos. Pero ahora era el momento de tomar una larga ducha, cambiar nuestras ropas llenas de arena, descansar un rato y comer algo ligero.
A primera hora de la tarde nos recogieron para ir al aeropuerto. Allí esperaba nuestro piloto y nuestra avioneta para mostrarnos el Delta del Okavango desde el cielo. Lo habíamos navegado y lo habíamos recorrido por tierra, ahora íbamos a sobrevolarlo. Puede que la mejor forma de entender a este río, a la vida salvaje que alberga, el comportamiento de sus animales y sus migraciones.
Y despegamos. Un par de minutos antes el piloto pregunta quien quiere sentarse a su lado y me falta tiempo para ofrecerme voluntaria. Me encanta volar y ansío esta experiencia.
Lo sé. Suena a tópico total. No me quito de la cabeza la imagen de Robert Redford y Meryl Streep sobrevolando la sabana en Memorias de Africa, observando a los animales desde arriba, con ese horizonte tan lejano, con el mar de verdes y amarillos como alfombra, sólo roto de vez en cuando por los brazos del río. Había ansiado tanto tiempo poder ser yo la que obtenía estas imágenes cenitales de la vida salvaje en Africa que me siento muy feliz, feliz y afortunada.
Observando desde arriba el delta, sobrevolando esta parte de África, vuelvo a tener esa extraña sensación de que no hay nada más en el mundo, en esos momentos no existe nada más y abrumada por tanta belleza vuelvo a pensar que no hay nada como la naturaleza.
Y sé que es algo especial, algo único, lo que ocurre en el Delta del Okavango. El Okavango es un río que no muere en el mar. Tras avanzar lentamente por tierras angoleñas, es en el Desierto del Kalahari donde se desgarra. Allí comienza a abrirse en un sinfín de brazos de agua, ramales que a su vez se dividen una y otra vez en más canales, en lagunas, en meandros, en lenguas de agua cada vez menos caudalosas, hasta que la arena del desierto puede más que el agua que llevan y las engulle, dando lugar a una tierra más árida en la que ya sólo distinguimos acacias y mopanes. Si siguiéramos adentrándonos en el desierto comprobaríamos como desaparecería también cualquier rastro de vida vegetal.
Estas duras condiciones, por contra, nos ofrecen espectáculos fabulosos de la vida animal. Volamos bastante bajo para tener ocasión de ver a los animales sorprendidos desde el aire. A lo lejos divisamos un grupo de manchas negras sobre una tierra seca, sin rastro de agua, poco a poco estas manchas van cogiendo forma hasta que los vemos claramente. Es una manada de ñus en migración y nosotros parece que flotemos sobre ellos.
No demasiado lejos nos encontramos otra gran mancha oscura. Esta vez son búfalos. No habíamos conseguido ver tantos juntos en nuestro safari por tierra y si resulta impresionante verlos desde el aire, imagino que escuchar su desplazamiento a ras de suelo, todavía debe ser más impactante.
La avioneta comienza a girar. Ahora el sol me refleja en la ventana frontal y me deslumbra, pero desde la ventanilla lateral puedo continuar viendo esta gran película de vida salvaje.
Mi objetivo no permite que se aprecie claramente en las fotografías, en algunas de ellas, tras ampliarlas, he descubierto a las jirafas comiendo, a manadas de impalas, que se confundían con la tierra, cerca del agua, y a hipopótamos, camuflados por las oscuras aguas, dándose un chapuzón.
Ahí abajo, entre ese laberinto de agua y vegetación, están todos los animales. También hay leones. Leones que como los de Savuti han tenido que adaptarse a su habitat, y si aquellos tuvieron que especializarse en cazar elefantes, el Delta del Okavango nos ha proporcionado leones nadadores. No los vimos nadando en nuestro safari, pero si comprobamos como impalas, toda clase de antílopes y otros animales, se refugian en las zonas húmedas, en las pequeñas islas que forma el Okavango conforme va abriendo la tierra con sus tentáculos de agua. En estas islas los predadores se sienten más seguros y los depredadores, para susbsistir, han aprendido a nadar.
Recuerdo que en mi crónica Navegando por el Delta del Okavango comparaba los brazos de agua, las islas de tierra que se formaban y la vegetación con dos amantes abrazados, entrelazados, donde difícil era saber dónde acababa uno y comenzaba el otro. Esto era lo que percibía desde el agua, mientras navegábamos el río.
Desde el cielo era diferente. Si desde el agua, para mí, el Delta del Okavango era vida en ebullición, desde las alturas se convertía en crónica de una muerte anunciada. Como si fuera una película policíaca en la que los actores nos van dando tantas pistas que los espectadores acabamos por descubrir quien era el asesino. Pues aquí lo mismo.
Conforme nos adentrábamos en el delta en dirección al desierto del Kalahari, la alfombra de verdes que veíamos desde el cielo poco a poco cambiaba en intensidad. Cada vez los verdes eran más claros y comenzaban a asomar lagunas doradas de tierra. Las grandes lagunas comenzaban a desaparecer y los anchos canales repartían su caudal en diferentes vías de agua que se abrían paso hacia el desierto como podían, hasta, finalmente extinguirse.
Parecía que el río se equivocaba, que su brújula no funcionaba. Le pasaba lo mismo que a la paloma de Rafael Alberti, se equivocaba. Se equivocaba y no llegaba al mar, o quizás le quedaba demasiado lejos o escogió el camino equivocado. A cambio nos regalaba unos escenarios preciosos. Algunos llenos de verde y agua, otros parecían paisajes lunares.
Sólo estuvimos volando una hora. Aunque todas las horas no tienen 60 minutos y ésta fue una de ellas, fue una de las horas más rápidas de todo el safari.
Me di cuenta de que estábamos regresando cuando, sorprendida, comencé a ver viviendas a través de la ventanilla. Cada vez eran más frecuentes. Lo próximo fue avistar la pista de aterrizaje. El vuelo había terminado.
No sólo el vuelo había terminado. Sobrevolando el Delta del Okavango era nuestra forma de despedirnos de nuestro safari, era la mejor manera de poner el punto y final del safari, de este gran viaje.
Había sido un sueño cumplido y me sabía afortunada y feliz de poder vivir esta experiencia, pero un punto de melancolía atípico, como si estuviera triste y contenta a la vez, comenzaba a invadirme. Pronto regresaría del sueño a la realidad y mi inconsciente subconsciente lo sabía.
Me dejan huella todos los viajes, todos. Algunos la dejan más profunda que otros, a modo de tatuaje u orgullosa cicatriz. Este Safari por el Norte de Botswana en campamento móvil realizado con Mopane Game Safaris es de estos últimos. Si eres de l@s que ha ido leyendo mis crónicas, si te gusta viajar en mayúsculas, las grandes experiencias, la naturaleza y la vida animal, seguro que como yo tienes una lista de viajes pendientes, no lo dudes y añade éste, te emocionará.
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Bon Voyage!