Las favelas solo las he visto de lejos. Todos coinciden, territorio hostil, máximo riesgo,
cochambre total, ignorancia bruta, mucha mierda.
Sería como atravesar la franja de Gaza disfrazado de Bin Laden con un cinturón de puros habanos alrededor de la túnica.
Para los aficionados, aquí lo único barato es la cocaína;
por unos 15 euros se consigue una coca de primera clase,
pura nieve colombiana que al parecer es una delicia.
Yo no la he probado porque soy más aficionado a otras substancia más vegetales que, desgraciadamente, aquí son caras y de mala calidad. Aquí la coca es lo que mola.
Es barata y pura y te roba el alma dulcemente. Y el negocio es redondo.
Como sabéis el proceso de convertir la coca en polvo deja un residuo medio tóxico que ya no es coca ni nada y al que, después de añadirle otras mierdas baratísimas y más tóxicas, llaman crack, probablemente porque la persona hace crakcatacrak.
Hace unos años la vida útil de un adicto al crack era de unos ocho años pero actualmente está perfeccionada y solo duran cuatro.
Así que no se desperdicia nada y el negocio es redondo:
los ricos se ponen hasta las orejas de coca fina y a los pobres les medio regalan el crack para que los más temerarios revienten cuanto antes.
Sobre la corrupción, diré que Juliana y mi amigo Ruger tenían razón.
Sorprendentemente es posible que haya unos niveles de corrupción aquí en Brasil mayores que en España, lo que es mucho decir, muchísimo diría yo, ya que España es un país de chorizos con solera y pedigrí (y de soñadores también, qué carajo).
No se sabe quién gobierna Brasil, si Dilma o Petrobras,
si Dilma o los señores de la coca y de las armas; o si tal vez Dilma,
Petrobras y los señores de la coca sean una y la misma cosa. Y aquí las comisiones,
los sobornos, los pellizcos, las mordidas, rondan entre el 15 y el 20 por ciento.
Imaginaos.
Y nosotros escandalizados por el casi filantrópico 3 por ciento que se reparten en España. Eso es una mala propina hombre...
Sobre el gobierno de Dilma diré algunas cosas rápidas.
Una: ha nombrado Ministra de Medioambiente de Brasil (y el medioambiente de Brasil es algo que nos incumbe a todos) a Katia Abreu, una amiguita del alma, alias "la Motosserra"; sí, sí, lo habéis leído bien, "Motosserra". Y la señora hace honor a su apodo ejerciendo su cargo de ministra en el país del Amazonas.
Dos: La señora Dilma no pestañea en destruir el único patrimonio cultural antiguo que tiene este país, que son las tribus indígenas, en pos de construir, por ejemplo, una central eléctrica en el nacimiento de un río del que viven, desde antes de que apellidos como Rousseff pisaran estas tierras, unas cuantas de estas tribus.
Y tres: Compra el voto de una multitud de pobres miserables dándoles un pequeño subsidio que los saca de la miseria absoluta y los coloca en la pobreza extrema que no soluciona ningún problema, ni ofrece ninguna oportunidad mientras protege los intereses de, ¡oh sorpresa!, las élites económicas. Su otra amiguita del alma es la presidenta de Petrobras, metida en un escándalo de corrupción hasta las cejas, y que no dimitirá hasta que lo diga la presidenta del país. Y Dilma, claro, no dice nada, porque son muy amiguitas, y porque sabe que estas cosas en política con los días se diluyen. Y mientras tanto se les acumulan pobres en la conciencia sin ningún reparo.
El Centro de Sao Paulo es otro mundo. Hay que imaginarse tres círculos concéntricos.
En el de afuera están las favelas, en el del medio los barrios de los ricos,
y en el centro se mezcla todo, se mixtura, es un territorio abierto a cualquier cosa.
En el Centro está la Catedral, que debe tener unos 30 años de antigüedad;
el Ayuntamiento, Liberdade, el barrio Japonés, 25 de Marzo, el parque de la Luz
(siniestra luz la de este parque), el Banco Santander, estas cosas...
Hay personas durmiendo la mona del crack en cualquier parte a la vista de todos,
hay vagabundos que no se han lavado el pelo en los últimos diez años,
hay prostitutas viejas y feísimas,
hay un coro de japoneses disfrazados de Papá Noel cantando villancicos en la estación de metro con 35 grados a la sombra,
hay negros metidos en disfraces de conejos peludos saludando a los coches en las gasolineras a las tres de la tarde bajo un sol de plomo,
hay militares culturistas con caras de enfadados corriendo por el parque.
Se vende de todo. Hay edificios okupados de treinta pisos.
Las mujeres con tacones corren que se las pelan.
Los hombres con traje miran para delante.
Aquí hay una guerra soterrada que nadie quiere reconocer, una guerra sangrienta,
en realidad, donde casi siempre mueren los pobres, como en todas las guerras.
Sao Paulo es una ciudad en guerra que vive como si estuviera en una perpetua fiesta,
una fiesta con cierto aire desesperado de aquellos que saben que pueden morir en cualquier momento de una manera violenta, una fiesta verdaderamente loca.
El centro es un territorio de caza. Uno tiene esa clara sensación.
Se siente uno observado.
Un montón de gente con mala pinta parada en la calle que no se sabe que están haciendo ahí parados. Se siente uno observado todo el rato.
Se puede sentir a las fieras relamiéndose en las madrigueras a la espera de la oscuridad. Es una jungla en toda regla.
Si se tiene la mala suerte de pasar por aquí de noche se habrá tenido la mala suerte de caer en una tela de araña bien pegajosa. Y será devorado sin remedio.
A la luz del día hay una calma tensa, un bullicio al acecho.
La gente camina muy deprisa. Algunos se mueven muy despacio. Algunos no se mueven.
He visto Sao Paulo desde una torre de 40 pisos. ¡Menudo mamotreto! Qué monstruo.
Qué delirio. Qué organismo vivo. Se les ha ido de las manos completamente.
Una cosa así solo se hace sin pensar, si se piensa un poco no se pone ni un ladrillo.
Todo el mundo tiene prisa. Menos los yonquis de crack y las señoras alemanas.
Yo también tengo prisa,
quiero salir de aquí y volver a los barrios pijos antes de que caiga la noche y este pobre poeta europeo se convierta en un cervatillo medio cojo en la jungla del centro de Sao Paulo.
Y hasta aquí las crónicas Paulistas, y espero que para siempre hasta aquí, amigos míos,
ya que probablemente Sao Paulo es el lugar más insano, más peligroso,
más absurdo y más superficial que he visitado en mi vida.
Me resulta difícil comprender cómo a Juliana se le pudo ocurrir venir a nacer aquí.
Hemos estado 15 días y yo he vuelto con todas las enfermedades. Tengo la malaria, el ébola y el dengue. Estoy malísimo. Y al llegar a casa, en la floresta de Botucatu, bendito lugar, me ha recibido una nube de mosquitos que me ha acribillado todo el cuerpo, desde las plantas de los pies hasta los ojos y la frente, no se han dejado nada.
Oh... Brasil, ese país tropical... he contado 317 picaduras.
AmurakhLa Demetria, Botucatu, São Paulo, Brasil, Diciembre de 2014
Lo que queda de mi escribe estas crónicas.
(Un dato: todos los insectos juntos que habitan la casa donde vivo por la noche pesan más que yo)
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