Revista Arte
La desaforada avidez de progreso que atravesó el siglo XX se puede apreciar en su verdadera extensión cuando se recuerdan los ex futuros que nos dejó como herencia, y que paso a enumerar:
a El milenio de la pureza aria, encarnado en el bigotito del Führer;
a La sociedad proletaria de hombres nuevos, liberada del egoísmo, la opresión y las guerras;
a Un antiguo país convertido en escenario de opereta, con el Duce como figura principal;
a El fragor de muchos Vietnam, preanuncio de la desaparición del monstruo imperialista;
a La música despojada del ritmo y la melodía, y hasta del sonido;
a La poesía elaborada con imágenes inconexas y palabras carentes de sentido;
a La novela liberada del argumento y protagonizada por el texto;
a El nuevo lenguaje oral basado en la gesticulación y los sonidos guturales;
a El arte ilegible y desprovisto de sentido, liderado por artistas (de alguna manera hay que llamarlos) tan ostentosamente ineptos como Damien Hirst, Gabriel Orozco, Ennio Iommi o León Ferrari.
a Todos los ex futuros que los lectores quieran agregar.
Mientras los heraldos de esos estridentes ex futuros ocupaban el centro de la escena, los futuros verdaderos se construían en relativo silencio, con el talento, la disciplina y la racionalidad que reclaman las obras perdurables.
A quienes hemos tenido la buena fortuna de asomarnos al siglo XXI, aunque sea por poco tiempo, nos ha sido dada la satisfacción de asistir a la paulatina declinación de aquellos falsos futuros, y contemplar el consiguiente reverdecer de los valores que habían sido opacados por la altanera retórica progresista.
En el campo específico de la pintura, la revalorización del realismo del siglo XIX, negado y despreciado durante gran parte del XX a causa de la irrupción de las vanguardias, se afirma cada vez más.
Precisamente en estos días se están exhibiendo en el Museo del Prado dos obras maestras hermanadas por la misma intención pictórica, y separadas por una distancia de tres siglos. Se trata de "Las Meninas" de Velázquez y "Las hijas del doctor Boit", de John Singer Sargent, cuadro que el brillante artista norteamericano pintó a los 26 años, y que el Museum of Fine Arts de Boston cedió para la ocasión por el término de tres meses.
Formado en Florencia, discípulo de Carolus Durán y admirador de Velázquez, muchas de cuyas obras copió con apasionado interés, Sargent fue el retratista más destacado de un período en el que también estuvieron activos otros grandes maestros del retrato, entre ellos Sorolla, Anders Zorn, Boldini y Philip de Lazlo.
Más allá de sus virtudes de retratista, la obra de Sargent se distingue por la singular destreza de sus pinceladas, que vistas a corta distancia impresionan como los trazos apresurados de un somero boceto, para transformarse mágicamente en el más acabado realismo cuando nos alejamos de la pintura.
Todo parece indicar que la muerte prematura de Vincent Van Gogh, sumada a la circunstancia de que Sargent decidió residir en Londres luego de ser rechazado del salón de París de 1884 (dos años antes de la llegada de Van Gogh a Francia), le impidió conocer las pinturas del norteamericano. Curiosamente, sin embargo, fue Van Gogh el crítico de arte que mejor ha descrito la magia velazquista impresa en la técnica de Sargent: "Estoy cada vez más convencido –escribió en una carta a su hermano Theo fechada en 1885– de que los verdaderos pintores no acaban, en el sentido que se da muy a menudo a la palabra “acabado”, es decir, con tanta precisión que parece que lo estás tocando. Las mejores pinturas, y justamente las más perfectas desde el punto de vista técnico, observándolas de cerca, están hechas de colores (pinceladas) uno al lado del otro, y producen su efecto a cierta distancia. Rembrandt no ha soltado la presa, a pesar de todos los sufrimientos que le ha costado, pero los buenos burgueses encontraban a Van der Helst mucho mejor porque se podía también verlo de cerca".
Y en otra de sus cartas leemos: “Si pintáramos como Boguereau, entonces podríamos esperar ganar algo; pero el público no cambiará nunca, porque no le agradan más que las cosas suaves y lisas”.
¿De qué hablaba Van Gogh sino de ese precioso hilo que enlaza a Tiépolo con los bocetos de Rubens, a Franz Hals con el último Rembrandt, a Velázquez y Fragonard con Sargent, Sorolla o Monet, y hasta con el a veces excesivo Boldini, todos ellos hacedores de la magia que crea la ilusión de realidad con unos toques de pincel espontáneos y vibrantes, unos grafismos llenos de vivacidad y de humanidad, que vistos de cerca parecen unas manchas azarosas y desmañadas, pero que cuando nos alejamos de la pintura adquieren mágicamente la verosimilitud y la precisión del realismo más extremo?
Exhibida junto a “Las Meninas”, “Las hijas del doctor Boit”, que madrileños y visitantes tendrán la oportunidad de admirar durante los próximos tres meses, demuestra que Sargent logró dominar la lección de Velázquez con la mayor destreza y felicidad, pero también pone en blanco sobre negro el ex futuro de una concepción artística (de alguna manera hay que llamarla) ilegible y vacía, gestada por las petulantes promesas de quienes creyeron haber anulado para siempre al maravilloso y atemporal arte del siglo XIX, y que hoy proclaman su patética vaciedad en el silencio de unas salas siempre vacías.