Un pequeño bando para dar parte de la aparición en las tiendas de El Corte Inglés del colosal bélico-histórico El día más largo y del magnético proto-noir de Josef Von Sternberg La ley del hampa. Uno dentro de la colección Los Imprescindibles y el otro en la dedicada al cine mudo. En ambos pongo las letras a unos estupendamente ilustados libretos de 30 páginas (aprox.). Precios populares, ya saben.
*”Hay varias características conjuntas que singularizan, como superproducción y como producto norteamericano, El día más largo. Convertida al momento de su estreno en formón por el se regirían otra serie de intentos, americanos y/o europeos, dedicados a replicar su formato de espectáculo mas docudrama histórico. La batalla de las Ardenas (Ken Annakin, 1965), La batalla de Inglaterra (Guy Hamilton, 1969), La batalla del río Neretva (Veljko Bulajic, 1969), Tora, Tora, Tora (Richard Fleischer, Kinji Fukasaku, 1970), que aspiraba a contar la guerra del Pacífico desde ambos lados con directores ad hoc para cada uno de ellos, o las ya tardías Midway (1976, Jack Smight) o Un puente lejano ( Richard Attenborough, 1977), sobre el fiasco aliado en la operación Market Garden según otro libro (y guión) de Cornelius Ryan. Todas ellas partían del mismo planteamiento: un marco histórico minucioso, lleno de acciones bélicas que combinaban aparatosidad y verismo, sobre el cual paseasen repartos tan heterogéneos como kilométricos.
La superproducción de Zanuck busca algún punto intermedio entre lo documental y lo emocional. Un testimonio sí, un alegato no. Tampoco una denuncia, en todo caso una plasmación sin edulcorar, o todo lo sin edulcorar que se podía ser en 1962. En algunos aspectos, parte de la meticulosa enseñanza de la presente obra se encuentran en las series producidas por HBO y Steven Spielberg Hermanos de sangre, la mejor ficción jamás rodada sobre la 2ª GM en Europa, y en su gemela Pacífico, centrada en la campaña contra el Japón.
El día más largo marca un esplendor del cine bélico, es decir, histórico, no moral. Un tipo de película equidistante del cine de propaganda, de esfuerzo bélico, más o menos vigoroso, de contornos ásperos a veces o incluso humanista, realizado en el momento en el cual se desarrollaba la 2ª Guerra Mundial. Clásicos del tipo Objetivo Birmania (Objective Burma, Raoul Walsh, 1945) o piezas menos conocidas como Gung Ho (Ray Enright, 1943), se enmarcarían aquí, mientras otros como Arenas sangrientas (The sands of Iwo Jima, Allan Dwan, 1949) entrarían en una categoría más glorificadora. Pero también del anti-belicista, un género aparte con códigos diferenciados, aunque en ciertos aspectos reincorporado a la pantalla espectacular de los 60 y 70 desde unos parámetros que, poco a poco, habían derivado desde la hazaña bélica, el film de combate puro, hasta mostrar su entraña cínica, ferozmente desencantada, apareciendo, por acción de esa misma crudeza, como antibelicista. Es el sitio de Doce del patíbulo (Dirty Dozen) o Comando en el mar de china (Too late the hero, 1970) de Robert Aldrich, Mercenarios sin gloria (Play Dirty, René Clément, André De Toth, 1968) y también el de la culminante Uno Rojo. División de choque (The Big Red One, 1980) de Samuel Fuller, la cual integra el Día D en su narración itinerante.
Tampoco se pueden obviar elementos del contexto histórico de 1962; caso los años transcurridos entre el final de la guerra, 1945, y el año de producción del film o el hecho de que los Estados Unidos hubiesen experimentado un siniestro ensayo del inminente Vietnam en la oscura guerra de Corea, abierta en 1950 y cerrada en falso en 1953. Una guerra que dejó huellas en la ficción menos acomodaticia gracias a títulos como Casco de acero (The Steel Helmet), Bayoneta calada (Fixed bayonet!), ambos realizados por Sam Fuller o La colina de los diablos de acero (Anthony Mann, Men on war, 1957). Se trata ya de películas desmitificadoras, ajenas al heroísmo, que buscaban retratar física y psicológicamente la verdad de la batalla desde el punto de vista del soldado. Así la década de los 60 demandaba un cine bélico diferente, donde cupiese la reflexión y la veracidad en los hechos, todo ello sin caer en el pesimismo ni renunciar al embrujo de la taquilla.”*
*”El afán de documentar de forma urgente la realidad americana de los bootlegers y racketeers de los 20 se complementa en La ley del hampa con una fuerte abstracción estética, producto de la colisión entre la violencia frontal, verista, y el estilo barroco, levemente expresionista del cineasta, el cual difumina tanto motivaciones como espacios. El submundo criminal, ese para-estado en formación en plenos USA, se estiliza al mismo tiempo que lo hace una ciudad que es todas las ciudades, cualquiera y ninguna. En palabras de Javier Luengos en Rojo sobre negro (4) el film de Von Sternberg “responde a un realismo simple imperante en una sociedad que no buscaba explicaciones de los fenómenos sociales, sino que simplemente asumía la realidad tal como era: para vivirla a toda velocidad(…)”
Rolls Royce, el abogado caído en desgracia que interpreta con una economía expresiva rara en el silente Clive Brook, dice en un momento dado que Bull Weed es “Atila a las puertas de Roma”; pero este nuevo bárbaro es más una figura portentosa, más grande que la vida, como sus propias risotadas de niño desmesurado. Está lejos de la depravación y la hiperviolencia cruel de los criminales de los primeros 30, de Rico (Hampa dorada, Little Caesar, Mervyn LeRoy, 1931), de Tom Powers (El enemigo público, The Public Enemy, William A. Wellman, 1931) o del infame Tony Camonte (Scarface, el terror del hampa, Scarface, Howard Hawks, 1932). Y desde luego, a años luz de la corrupta realidad de los Lucky Luciano o Al Capone, esa misma realidad que el gobierno norteamericano, esclerotizado de arriba abajo por la mencionada corrupción, había favorecido cuando en 1919 aprobaba el Acta Volstead; es decir, la Ley Seca.
Retroalimentando la realidad a la ficción y viceversa, durante los años veinte el concepto de lo negro invade América. La expresión “se desarrollan en paralelo” es por lo general equivocada. Los fenómenos socioculturales pocas veces evolucionan en paralelo, ya que esto determinaría que nunca se tocan, nunca se cruzan. Al contrario, son transversales, interconectados, tóxicos a veces. El potente desarrollo de lo proto-negro en las pantallas de los 20 es alimentado y alimenta la expansión de la narrativa criminal en los pulps, y a su vez todo ello es engordado con una realidad recogida en tabloides y callejones, en bares clandestinos y ciudades construidas para y por el pecado. Entre otras muchas razones el magisterio de la serie de la HBO Boardwalk Empire -creación de Terence Winter en la cual Martin Scorsese rueda el piloto y produce- se cifra en su capacidad para sintetizar armoniosamente la fabulación pulp, la minuciosidad historicista y la herencia cinéfila. Esto la convierte en una de las grandes historias sobre la(s) historia(s) de Norteamérica, al tiempo cartografía de su ficción y de su realidad, pura mitopoética.
Los melodramas grotescos de Chaney se miraban en el folletín y los thrillers realistas (dentro de esta estilizada noción del realismo que manejamos), rebotaban en las portadas pintadas por Fred Craft o H.C. Murphy para la legendaria revista Black Mask. Este magacín, como otros del periodo como Dime Detective Magazine, se dio cuenta de la pasión del público por las narraciones negras y terminó por dedicarle todo el espacio al crimen, abandonando su carácter variado donde las aventuras exóticas continuaban al western y éste a los relatos más o menos eróticos y a las fiebres sobrenaturales. La narrativa hard-boiled fue patentada por Dashiell Hammet en 1922, con un cuento firmado como Peter Collinson, tomando con ironía una expresión de la época: Peter Collins era el equivalente a “un don nadie”. Hammet se bautizaba entonces como “el hijo de un don nadie”. Tras él, Carroll John Daly y sus detectives matasiete Terry Mack, protagonista de la novela corta Three-Gun Terry, y su epígono inmediato Race Williams; archiduros machistas, directos y toscos que son daguerrotipos del Mike Hammer de Mickey Spillane, pero acorazados de una ingenuidad primitiva. Y a modo de variante, Erle Stanley Gardner, futuro creador de Perry Mason, que fusionaba tradiciones inglesas y renovaciones norteamericanas en el ladrón justiciero Ed Jenkins, un Raffles de San Francisco, acostumbrado a disfrazarse y perderse por Chinatown o cualquier otro barrio exótico que bien pudiera aparecer en The Penalty.
El crimen estaba en las calles, en los despachos, en los kioskos y en los cines. Y América amaba el crimen. Si los pulps en papel tenían éxito, los pulps en celuloide respondían con sensibilidad. Ambos eran la reacción psicosomática y creativa a la enfermedad del país. Aunque de maneras distintas. Las revistas lanzaron al anti-héroe solitario, un cínico romántico que combate los puños con los puños y las balas con las balas. Puede ser incluso amoral, pero porque el sistema está tan podrido que sólo le queda aferrarse a su honestidad más primaria. Las películas, en cambio, se fijan en el elemento criminal nuevo, el gangster, el contrabandista, no tanto para escrutar su psicología tortuosa, como para fascinarse con su energía nihilista, con su audacia fugaz y violenta. No está hecho para durar, pero arde con fuerza. El outlaw de la pantalla y de los periódicos hace lo que tantos ciudadanos querrían hacer: coger lo que quiere cuando quiere. Bull Weed, al salir junto a su novia Feathers y a un Rolls Royce que ha tomado bajo su protección, se topa con un enorme cartel iluminado donde se puede leer : “La ciudad es tuya”. Ben Hecht volverá a escribir lo mismo más tarde, pero multiplicado: “El mundo es tuyo”, le dicen los anuncios a Tony Camonte en Scarface. Y en consecuencia ambos lo toman. El precio ya se pagará después.”*