Fiesta de cumpleaños de A, Tánger, 2015.
No tengo dudas al respecto. Se nace. Grande o pequeño. Alto o bajito. Moreno o rubio. Se nace. Antes de tiempo o pasada la fecha prevista. Se nace. En España o en Marruecos. Se nace y se muere, a lo que sucede en este intervalo de tiempo le llamamos vida.
Él nació hace cinco años en Casablanca. Es el primer hijo de un matrimonio originario de Tetuán, que actualmente vive en Tánger. Su padre es cirujano plástico y su madre, que vuelve a estar embarazada, trabaja en el sector de los transportes. El sábado pasado fue su cumpleaños y, una vez más, me tocó a mí llevar a Terremoto a la fiesta que organizaron para celebrarlo. Los hombres no acuden a estos sitios.
La cita era de dos a cinco de la tarde. Mala hora para los españoles, acostumbrados a comer tarde y, sobretodo, acostumbrados a dormir la siesta. Pero estamos en Ramadán. Se supone que los adultos no comen. Al menos, no a esas horas. Y los niños están exentos de cumplir con el ayuno, así que en teoría el horario no suponía ningún problema. Para ellas, claro, para mí seguía siendo una putada. No le lleves, me aconsejan algunos amigos, el niño no se entera. Pero a mí me da pena y hago el sacrificio. Me visto a desgana, cojo el regalo y conduzco hasta el lugar donde se celebra la fiesta.
Es una sala rectangular. Ni muy grande, ni muy pequeña. Al fondo, la típica mesa donde han puesto los dulces, las palomitas y las cajitas de chucherías que repartirán al final. En la pared hay una gran foto del niño y un póster de Rayo McQueen. Del techo cuelga una bola plateada que me recuerda a las discos de los ochenta. A ambos lados, mesas y sillas para las madres. Hoy la mayoría de ellas viste chilaba, la prenda estrella de este mes donde se aconseja, entre otras cosas, el recato.
Llega un payaso y con él empiezan la música y los juegos infantiles. No queda otra que contemplar a los enanos. Esta vez no habrá té ni pistachos. No repartirán comida tradicional ni tampoco manjares exóticos. Nada de zumos naturales o café recién hecho. Hoy, para los mayores, ni agua.
Es fácil reconocer en los pequeños la manera de ser de sus padres pero, sobretodo, es fácil ver su verdadero yo. Los niños no son como los adultos. No se esconden. Observándolos, me vienen a la cabeza unas palabras que leí hace poco en un libro. Decían, más o menos, lo siguiente:
“Las personas no mostramos quienes somos en realidad. Cada día, decidimos qué parte de nosotros mismos enseñamos a los demás; el resto lo guardamos en el armario”.
Los niños no tienen armario. Todavía. Pero hay señales, comportamientos que nos indican por donde van los tiros. El problema es que, a veces, los adultos no queremos verlo. Observando a los niños mientras jugaban pude ver quien de ellos era el tramposo —tramposa en este caso—, el tímido —mi hijo, sin duda—o el competitivo. Saltaba a la vista quien era la guapa de la clase y, también, quien el niño de papá. Si no todos, la mayoría de los papeles de la obra universal, estaban representándose ante mis ojos en aquella —ni grande ni pequeña —sala de fiestas infantil. Luego, estaba A, el anfitrión.
A sólo juega con las niñas. La mayor parte de las invitadas lo son. Recuerdo un día, mientras esperaba en la puerta del colegio para recoger a mi hijo, que me encontré con su madre, preocupada por las amistades del niño.
—Sólo juega con las chicas. Le he dicho que tiene que jugar con los niños. Él es un niño, pero me contesta que le pegan. No sé qué hacer…
En la fiesta hay una maquilladora. Con su pequeña caja de pinturas convierte en realidad el deseo de los peques y apenas tarda cinco minutos en conseguirlo. Los pocos niños que hay lucen como malvados piratas o valientes superhéroes. Menos A.
—¿Qué quieres? —escucho que ella le pregunta cuando se sienta en el taburete, listo para la transformación. —Una mariposa —responde él.
En el carnaval del colegio que celebraron, para mi total asombro, un mes después de lo que es habitual, toda la clase se disfrazó de cosas relacionadas con la primavera. Flores, árboles, abejas y mariquitas. A fue una de estas últimas.
Todo en él es femenino. Sus rasgos, con esos labios carnosos y sus enormes ojos negros. Sus gestos, como la manera delicada que tiene de limpiarse la boca después de beber un trago de zumo. Sus complementos, como esa pulserita de oro que lleva en la muñeca izquierda y que él no para de tocarse.
No tengo dudas al respecto. A no es un niño como los demás, aunque mee de pie igual que ellos. Esto me hace pensar en cómo será su futuro. O aprende a esconder parte de su yo en el armario o está condenado a sufrir la desaprobación de los demás.
Tengo un amigo que tardó cinco años en decirme que le gustaban los hombres. A mí, que durante todo ese tiempo le había contado mis aventuras de cama. Con hombres, con mujeres o con los dos a la vez. Somos muy amigos, tenemos mucha confianzay, todavía hoy, le pregunto por qué tardo tanto en contármelo. Nunca me ha sabido dar una respuesta, más allá de que le daba vergüenza.
Tengo otro amigo al que conocí cuando tenía novia. La suya era una relación larga, convencional pero no satisfactoria. En cuanto rompieron y descubrió que lo suyo iba por otros derroteros, me lo contó sin tapujos. No hizo lo mismo con su familia. A pesar de tener unos padres cultos, abiertos, comprensivos y que lo quieren por encima de todas las cosas, dar el paso de sentarse frente a ellos y explicarles lo que había, le costó y mucho.
Si esto sucede en una ciudad como Barcelona, grande, cosmopolita y con innombrables lugares de ambiente, donde las chicas pasean de la mano o los chicos se besan en el metro, no quiero imaginar cómo lo afrontará una persona en una sociedad como esta. Tradicional, machista y poco dada a hablar de temas que afectan a la sexualidad. En Marruecos la homosexualidad está mal vista; se castiga con la cárcel.
En todo esto pensaba yo alllegar a casa después de la fiesta. Todo esto se lo comentaba al Kalvo, entre indignada y apenada. Entonces, pasó la tarde, cenamos y acostamos a los niños. Una vez solos, decidimos ver una película y, de entre las que tenía seleccionadas, él eligió el documental My praire home.
El film cuenta la historia de uno de los compositores y músicos de folk más prolíficos de Canadá, Rae Spoon. La primera escena de la película sucede en un bar. En las mesas hay hombres y mujeres tomando café. Rae está en la barra, con su guitarra a la espalda, se levanta y empieza a cantar. Va andando por el bar, ofreciendo su música a los clientes, que lo miran entre alucinados y horrorizados. La cámara lo sigue en una especie de travelling hasta que Rae se detiene frente a la puerta de los servicios. A la derecha, el de mujeres. A la izquierda, el de los hombres. El espectador, que ya ha intuido algo del tema, está ansioso por saber en cuál de los dos entra. Rae no lo hace. Vuelve a su lugar en la barra y continúa bebiendo café. Toda una declaración de intenciones.
Rae nació mujer pero nunca estuvo a gusto en ese cuerpo. Luce el pelo corto, camisa de cuadros y pantalón marrón. Rae nació mujer pero siempre se ha sentido un hombre. Rae es transgénero y en el film habla de como ha sido vivir con ello. El género, el sexo, los roles… son conceptos, que después de escucharle, concibes de otra manera.
Después de verlo, he llegado a la conclusión que deberían repartir DVD’s con el film por todas las casas y en todos los idiomas. Quizás poniéndonos en el lugar del otro seríamos capaces de entenderlo un poco mejor. De tratarlo con el amor y el respeto que todo ser humano se merece y olvidarnos de los clichés, los prejuicios y los conceptos erróneamente preestablecidos. Quizás, con un poco de suerte, la vieja pregunta ¿Se nace o se hace? quedaría desfasada de una vez por todas y no se volvería a cuestionar.