Revista Cultura y Ocio
Me siento deprimido. Cansado. Ha transcurrido un año completo y nada ha cambiado. ¡Qué digo! Claro que ha cambiado, simplemente ha ido a peor.
Pese a nuestras evidentes diferencias, cuando empezamos a vivir juntos, yo me sentía bien con ella. No fue una fácil. Ella me desconcertaba continuamente. No comprendía por qué unas veces era tan cariñosa y me sobaba por todas partes, y me decía que yo era la alegría de su vida, un poco agobiante, la verdad; y otras era arisca, lindando con la agresividad. Este comportamiento solía coincidir con los días en los que regresaba del trabajo como un ciclón caribeño. Tenía hasta otra manera de abrir la puerta. Presentía que se avecinaba el temporal según como introdujera la llave en la cerradura. En cuanto veía el destello de su mirada, me apartaba prudentemente hasta que había pasado la tormenta, hasta que ella venía a buscarme. El ciclón caribeño se había transformado en un viento fresco con aroma silvestre. Y yo, naturalmente, cedía a sus carantoñas. Pero por debajo de mi cesión empezaba a acumularse el mal gusto de ser un incomprendido. Me sentía tan acogotado que empecé a probar diferentes estrategias para mantenerla a raya.Probé la táctica de mirarla a los ojos, muy serio, con el ceño fruncido, solicitando su atención, pidiéndole que no me obviara por no ser como ella. No funcionó. Meses más tarde, en vista de que nada surtía efecto, que nuestra relación empezó a ser francamente difícil porque cada vez eran más las ocasiones en que llegaba hecha un basilisco, que había que salir a pasear cuando a ella le apetecía, lloviera o nevara, que la hora de la comida o la cena se alteraba sin orden, que su carácter era cada vez más agrio, decidí utilizar la estrategia de la lástima, pero lo único que logré fue complicar más la situación, irritarla y que me chillara. Eso fue hasta hace poco. De nuevo he cambiado la estrategia. Ahora me he convertido en una sombra que se agazapa en el último rincón de la casa en cuanto oigo el ruido de la llave en la cerradura. Sólo me siento a gusto cuando me quedo solo, aunque algunos días me quedo sin probar bocado porque a ella se le ha olvidado ponerme la comida en el plato.Esto es una vida de perros, ¿por qué dicen que los perros somos los mejores amigos del ser humano? De verdad que no lo entiendo.Texto: Elena Casero
Pese a nuestras evidentes diferencias, cuando empezamos a vivir juntos, yo me sentía bien con ella. No fue una fácil. Ella me desconcertaba continuamente. No comprendía por qué unas veces era tan cariñosa y me sobaba por todas partes, y me decía que yo era la alegría de su vida, un poco agobiante, la verdad; y otras era arisca, lindando con la agresividad. Este comportamiento solía coincidir con los días en los que regresaba del trabajo como un ciclón caribeño. Tenía hasta otra manera de abrir la puerta. Presentía que se avecinaba el temporal según como introdujera la llave en la cerradura. En cuanto veía el destello de su mirada, me apartaba prudentemente hasta que había pasado la tormenta, hasta que ella venía a buscarme. El ciclón caribeño se había transformado en un viento fresco con aroma silvestre. Y yo, naturalmente, cedía a sus carantoñas. Pero por debajo de mi cesión empezaba a acumularse el mal gusto de ser un incomprendido. Me sentía tan acogotado que empecé a probar diferentes estrategias para mantenerla a raya.Probé la táctica de mirarla a los ojos, muy serio, con el ceño fruncido, solicitando su atención, pidiéndole que no me obviara por no ser como ella. No funcionó. Meses más tarde, en vista de que nada surtía efecto, que nuestra relación empezó a ser francamente difícil porque cada vez eran más las ocasiones en que llegaba hecha un basilisco, que había que salir a pasear cuando a ella le apetecía, lloviera o nevara, que la hora de la comida o la cena se alteraba sin orden, que su carácter era cada vez más agrio, decidí utilizar la estrategia de la lástima, pero lo único que logré fue complicar más la situación, irritarla y que me chillara. Eso fue hasta hace poco. De nuevo he cambiado la estrategia. Ahora me he convertido en una sombra que se agazapa en el último rincón de la casa en cuanto oigo el ruido de la llave en la cerradura. Sólo me siento a gusto cuando me quedo solo, aunque algunos días me quedo sin probar bocado porque a ella se le ha olvidado ponerme la comida en el plato.Esto es una vida de perros, ¿por qué dicen que los perros somos los mejores amigos del ser humano? De verdad que no lo entiendo.Texto: Elena Casero