Revista Arte
En la película “Performance”, de Nicolas Roeg, un personaje, interpretado por James Fox, es un “performer” al servicio de la mafia londinense a fines de los años 60. Su cargo, que figura en la nómina de las oficinas de cobranza, consiste en persuadir con gestos y palabras a los deudores para que cumplan con los pagos.
Si el “performer” logra amedrentar al cliente no habrá necesidad de matarlo: una profusa pero controlada labor de destrucción de inmobiliario, de insultos e ironías, reforzados con puntapiés y sopapos, harán sentir la presencia extorsiva. Más tarde, el perseguidor perseguido huye y se refugia en un barrio ruinoso donde un díscolo arrendatario, interpretado por un músico (otro “performer”: Mick Jagger), le abre las puertas de la percepción: drogas, sexo y rock transforman la trama sicaresca en un delirio sicodélico donde el criminal hace de artista y el músico de criminal.
Si hay un género de arte difícil de explicar es el “performance”; y si es difícil de explicar es aun más difícil de vender. La película “Performance” sirve para entender este acto a medio camino entre la promesa y la realización: el arte del cobrador es ser un asesino que no mata pero es capaz de mostrarle a sus víctimas el umbral de la muerte, es como un artista que no hace escultura, teatro, video, dibujo, acrobacia o recreacionismo pero roba de todos los géneros con tal de mantenerse en el umbral de la presencia; es ahí donde el sicario estilizado de Roeg y el artista son lo mismo, la esencia del “performer” se basa en una cosa: saber estar ahí o parecer que siempre lo ha estado, que nunca se va a ir.
En las dos últimas exposiciones colectivas de la Galería Al Cuadrado las obras de una “performer” llamada María José Arjona han sabido estar ahí. En una, en un hospital dilapidado, ella sopló burbujas rojas sobre la baldosa de una sala de cirugía para luego, con el mismo método, cambiando el líquido por jabón, limpiar el inane mugre, una tarea de horas. En otra, instaló una silla en la mitad de un silo y desde allí creaba una resonancia metálica, repetitiva, una tarea circular del todo ajena a la línea de producción de objetos o conceptos.
Porque, hablando de productos, la Galería Al Cuadrado no ha tenido recato en usar imágenes de las acciones de Arjona: usaron un plano general de las baldosas rojas para hacer una colorida invitación a la exposición y luego, en la feria de arte Artbo, no dudaron en ofrecer acercamientos a la baldosa, hechos en impresión digital, enmarcarlos en cuadrículas y venderlos al detal (habrá que ver como venderán la acción del silo).
El “performance” requiere no solo del ingenio de los artistas sino de los galeristas, ¿cómo vender algo que ya pasó, que más allá del cuerpo del artista no tiene cuerpo definido? Un galerista torpe venderá fotografías sosas, “registros” las llaman los entendidos, el precio fluctuará entre US$10000 y US$15000 y cada venta generará un sonido de caja registradora que hará de sus artistas (hagan “performance”, video o escultura, no importa) meros productores de estampitas, un arte portátil que pasa con éxito de la feria a la sala de la casa.
El producto derivado no estará a la altura de su origen, puede tener un precio alto pero carece de valor: el placer que produce la inteligencia detrás del acto inicial se desdibuja cuando es vendido: el diseño del empaque, los conocimientos de mercadeo y decoración solo forran la impotencia crasa de una galería que no comprende la naturaleza de lo que vende.
Vender un “performance” es cosa de especular con la imaginación: un artista hizo una descripción minuciosa con su puño y letra de la acción que hizo, la firmó y la vendió; otro artista escogió solo una foto de cientos que le habían tomado en un “performance”, la escogida tenía la misma presencia de la acción, la amplió pequeña, en blanco y negro, hizo 10 copias, quemó el negativo… ayer una se vendió en una subasta por US$250.000.
La mayoría de los galeristas colombianos están en deuda con sus artistas, como venden devalúa lo que venden: habrá que enviarles un “performer” para que se pongan al día con el arte y dejen las fórmulas lelas a las que habitúan a los compradores. O los galeristas deberán aprender a tratar a sus clientes como el “performer” de la película de Roeg y ser los más finos palabreros y mejores amedrentadores: sostener con firmeza en sus manos la vida de las obras pero sin matar su extrañeza.