Chispa las encontraba todas. Su dueño lo había amaestrado con enjundia. Salían cada día a las cuatro de la mañana. Iban siempre por diferentes caminos porque el viejo receloso desconfiaba de todos en el pueblo. Ni siquiera sus hijos sabían los lugares. Una vez allí, en el trufero, soltaba al perro y le restregaba las trufas por el morro para que buscara. El animal se volvía loco. Jadeaba y olfateaba la tierra. El viejo se acercaba y con un pequeño azadón escarbaba entre los cantos y las raíces hasta encontrar el tesoro. Llevaban muchos años juntos y Braulio pasaba con Chispa más tiempo que con su mujer.
Aquel año Chispa andaba enfermo. Cojeaba y se equivocaba cada dos por tres. En el trufero ya no era capaz de dar con los sitios. Braulio escarbaba allí donde el perro olisqueaba pero a menudo no encontraba nada.
Por la navidad el perro ya no se levantó. Braulio no se movía de su lado hasta que no pudo soportar más y se iba solo al campo. Se tiraba al suelo y acercaba las narices a la tierra convencido de haber aprendido del perro. Escarbaba desesperado pero sólo encontraba piedras y algún topo muerto.
Volvía a casa derrotado. Rendía visita a Chispa antes de irse a dormir que le miraba con los ojos húmedos y que guardaba silencio. Chispa no sobrevivió el invierno. Braulio no llegó al verano.
Texto: Mei Morán
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