Ilustración©Javier Serrano, 2020.
A la playa de Matala (o Mátala, según otras transcripciones), en el centro sur de la isla de Creta, llegamos tras una mañana intensa y solitaria entre las ruinas del palacio de Festos. En días precedentes habíamos empleado algunas horas en la búsqueda, finalmente fallida, del laberinto de Gortys, en la región donde se supone que reinó Minos y donde Teseo se agarró como pudo al hilo de Ariadna, lo que finalmente no le evitaría tener que convertirse en tal vez el primer diestro con nombre propio de la historia.También teníamos aún muy vivas las impresiones de la gran y empinada caminata hacia la cueva donde nació Zeus (Dikteon Andron), tanto en nuestros sentidos como, muy particularmente, en nuestras piernas. Había sido aquella una ruta asombrosa, con un guía nativo de ya cierta edad que, a lomos de una mula, nos indicaba el sendero y a cada poco profería incomprensibles gritos, casi alaridos, tal vez sólo de ánimo, aunque en las dificultades del ascenso nos sonaban como jaculatorias de un viejo ritual. No cesaron hasta que nos dejó a la entrada de una cueva de medianas proporciones, con sus estalactitas y su estalagmitas, y sin ninguna huella reconocible, más allá de esas formaciones cristalinas, de la divinidad. Posiblemente intercambiamos estas o parecidas impresiones al alcanzar las arenas de Matala, tras la cual se extendía el mar en todo su pelágico esplendor. Tras un rápido baño, subimos a las cavernas habitables del farallón, de las que ya teníamos alguna noticia, y leímos las historias del naufragio del rey Menelao, mientras comprobábamos que, en efecto, allí estaban las huellas de las comunas hippies de los años sesenta —Dylan y Joan Báez, entre ellos— e incluso descubrimos algún grafiti adornado con flores de sal. Al atardecer, también nos pareció ver a Minos, fundido con su toro —tal vez lo estuvo siempre—, saliendo de las aguas. Puede que sólo fuera un turista de testa poderosa. Es bien sabido que el sol poniente vuelve confusos los cuerpos y las formas.
De allí, o de las tiendas de Heraklion, nos trajimos, entre otros recuerdos, la estatuilla de las diosa de las serpientes y la medalla del disco de Festos que desde entonces cuelga de mi cuello. Ahora dicen que el disco, aún indescifrado, probablemente sea una falsificación. Pero, a estas alturas, ¿hay algo que esté libre de una sospecha así? Las cosas nunca son lo que parecen. Nosotros puede que tampoco. (Las Caminatas, XIII)