Revista Arte

Sede vacante, silencio vaticano

Por Raquelcascales @rcascales
       El silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos. Callando se permite hablar a la persona que tenemos delante, expresarse a sí misma; y a nosotros no permanecer aferrados sólo a nuestras palabras o ideas, sin una oportuna ponderación. Se abre así un espacio de escucha recíproca y se hace posible una relación humana más plena. En el silencio, por ejemplo, se acogen los momentos más auténticos de la comunicación entre los que se aman: la gestualidad, la expresión del rostro, el cuerpo como signos que manifiestan la persona. En el silencio hablan la alegría, las preocupaciones, el sufrimiento, que precisamente en él encuentran una forma de expresión particularmente intensa. Del silencio, por tanto, brota una comunicación más exigente todavía, que evoca la sensibilidad y la capacidad de escucha que a menudo desvela la medida y la naturaleza de las relaciones. Allí donde los mensajes y la información son abundantes, el silencio se hace esencial para discernir lo que es importante de lo que es inútil y superficial. Una profunda reflexión nos ayuda a descubrir la relación existente entre situaciones que a primera vista parecen desconectadas entre sí, a valorar y analizar los mensajes; esto hace que se puedan compartir opiniones sopesadas y pertinentes, originando un auténtico conocimiento compartido. Por esto, es necesario crear un ambiente propicio, casi una especie de “ecosistema” que sepa equilibrar silencio, palabra, imágenes y sonidos. Benedicto XVI, Mensaje para la XLVI Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 2012.

John Cage, hace ya mucho tiempo, con su obra 4,33, puso de manifiesto que el silencio absoluto no es posible. Efectivamente, siempre hay algún ruido atmosférico, corporal o mental que nos acompaña. Hay muchos momentos al día que me embarco en busca de ese silencio. Me conduzco hacia la mesa de la biblioteca con el fin de estar en silencio con los libros, pero siempre hay que añadir las suelas de los zapatos al chocar contra el suelo, los teclados de los ordenadores, las sillas, las toses, las conversaciones a media voz y algún caramelo. Para evitar que todo eso me despiste suelo usar tapones y, lo cierto, es que me concentro. Tanto debo hacerlo que cuando alguien se acerca para preguntarme algo me llevo tal susto que suelto un grito, y luego mi risa retumba por todas las estanterías. Tanto me sumerjo últimamente que creía estar aprendiendo a no hablar cuando no debo, pero quizá es que he aprendido a hablar con mis silencios.
También en los ratos de a solas con Dios busco ese silencio. No es que pretenda alejarme del mundanal ruido, sino alejar el mundanal ruido de mí, que es mucho más difícil. Me callo por fuera y oigo miles de voces por dentro. En estos "últimos ratos" pensaba mucho en el Papa, en sus momentos de silencio real y en la profunda conversación mantenida con Dios. Pensaba en que no volveremos a escucharle y, sin embargo, no desaparece. Como él mismo ha dicho, no ha estado solo y no nos deja solos. Se va y se contiene el aliento en el Vaticano. Miles de aplausos ensordecedores y millones de campanas dando la vuelta al mundo para despedirle. Se oye el mismo silencio del sepulcro y, como entonces, los amigos nos encontramos un poco perdidos. Pero ahora sabemos que el silencio es aparente, tenemos la firme esperanza de que la sede vacante la volverá a ocupar de nuevo Cristo. 

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