Protestas
Fue el día que mi mujer conoció a mi padrino.
Yo lo conocí prácticamente
el mismo día que ella.
Quiero decir que lo había visto
dos veces en mi vida
y lo único que sabía por mi viejo era que
vivía en Barcelona desde el año ’92,
había elegido dejar atrás
su historia familiar con cuatro hijas
y su historia personal.
Lo invitamos a tomar una cerveza
y no aceptó.
Dijo que prefería que nos encontráramos
directamente en su casa.
Vivía en una calle que se llama Carrer dels Tallers,
en un departamento muy sombrío,
donde lo único que brillababa eran
nuestros cigarrillos y la pantalla de la televisión
que estuvo encendida todo el tiempo
y se convirtió en protagonista absoluta.
Era el único objeto del departamento
que parecía haber sido fabricado en este siglo,
así que no nos pareció correcto restarle importancia.
Creo que aguantamos la hora
completa del noticiero antes de irnos.
Era el día de las protestas.
Había una manifestación
en la Plaça de Catalunya,
que estaba a dos cuadras
pero la estábamos mirando
por televisión con el hombre
que era una caricatura de
mi papá: algo más viejo,
más flaco, más bajo,
y enchufado sólo a 110 voltios.
Dos comentarios se le escaparon
a Der Steppenwolf con el noticiero de fondo:
uno sobre su café, era descafeinado
otro sobre su pastilla, era para el corazón.
Su imagen era una reverberación
de uno de esos ex soldados,
que ha conocido el horror,
y que ha quedado impedido de narrar.
En la televisión la lluvia de imágenes
de las manifestaciones en diversas ciudades.
La redundancia por grupos y banderas.
Vamos despacio porque vamos lejos.
No somos mercancías.
¡Basta ya a los crímenes de odio!
Queremos ser familias, no sociedades anónimas.
No es crisis, es estafa.
¿Toros? ¡Tortura!: Ni arte ni cultura.
Aborto legal y gratuito.
No más brutalidad policial.
Los homosexuales no somos pedófilos.
Las presas y presos vascos a casa.
Me sobra mes al final de sueldo
¿Aborto no? ¿Pedofilia sí?
Recortar a los banqueros, a la monarquía y al clero.
El capitalismo está matando al amor.
La ley es para algunos y no para todo el resto.
Universidad revolucionaria.
No más derrames, no más daños al ambiente.
Creo que eso es todo lo que se puede contar sobre el encuentro.
A veces es mejor que creamos que el mundo marcha
como lo vemos a través de la pantalla de la televisión.
Montaje
Un padre y su hija están siendo atendidos en la fila de la izquierda.
En la fila de la derecha un grupo de dos chicos y tres chicas. Los
cinco son tan jóvenes y hermosos que quizás deberían estar en un
lugar que los mereciera.
La hija pide un menú infantil: hamburguesa con queso, agua mineral,
manzana fresca y helado.
El regalo es una corona de plástico rosa.
Vivan las monarquías low cost.
El padre un menú número cuatro: hamburguesa de pollo, agua mineral,
ensalada y café.
El clonazepam ya lo traía de casa.
Vivan las procesiones que van por dentro.
¿La hamburguesa la quiere con queso y bacon?
No, gracias – responde el padre, mientras detiene la mirada en una
mujer que está a punto de ser atendida en la fila de la derecha.
Acaso lo mira todo con inocencia.
O mejor: como si el tiempo se hubiese detenido, como si no fuese a
pasar nunca algo importante en este lugar.
Lo cual es en cierta medida cierto.
Y piensa en Bacon, en Kevin Bacon.
Más precisamente en el número de Bacon.
La teoría afirma que cualquier persona del mundo puede estar
conectada a cualquier otra a través de una cadena de conocidos que no
tiene más de cinco intermediarios.
Puede que también haya pensado fugazmente en los grados de
separación entre la mujer que ahora está siendo atendida y él.
Su pedido, señor.
¿Serán tres?
Tal vez sean cuatro, el número de su menú.
Con la bandeja en las manos, le indica a su hija con un leve ademán
una de las mesas del fondo, una de las pocas que están libres.
En la mesa de al lado una pareja de unos cuarenta años y un niño de
unos diez ríen.
El regalo del menú del niño es el mamut de La Era del Hielo.
Ríen porque el niño dijo algo que tenía que ver con un rey cazando
en un país del continente donde nació.
El niño es negro.
Eso al padre le recuerda vagamente a un poema al que solía regresar
habitualmente.
Uno en el cual un niño negro tiene en su mano una patata amarilla
untada de ketchup muy rojo.
Lo provocador del mundo conocido – piensa.
Y continúa revolviendo sus pensamientos mientras la niña come su
hamburguesa con queso; el menú número cuatro sin tocar.
Todos los que estamos aquí, en este lugar tan plástico,
probablemente estemos fuera del tiempo.
Creemos que estamos disfrutando de nuestras pequeños momentos y de
nuestros menúes, pero tal vez nada de eso esté pasando en realidad.
Lo único obvio e indiscutible es que detrás del muro de metacrilato
y acero inoxidable, la cadena de montaje no para de fabricar comida.
- ¿Que pensás papá?
- Nada… en que estaría bien venir otro día a ver una película y
después si querés podemos venir a cenar acá – miente.
De ningún modo se le ocurriría contarle a su hija que pensaba que
todos los que están comiendo o los que estamos esperando la comida,
hospedamos el furioso deseo de que la cadena no se detenga porque uno
de sus integrantes tenga sed o ganas de mear.
Tampoco se le ocurriría insinuarle que cree que de alguna manera
somos parte de un menú establecido o de una confusa cadena de montaje
que ni siquiera pretendemos imaginar.
Ventana
Mi mujer es fotógrafa aficionada.
Jamás ha leído libro serio alguno
sobre la materia y se desentendió
del único curso en el que se anotó,
pero a pesar de eso atesora
unas cuantas buenas fotografías.
Dispara un poco más de mil al año
e imprime unas trescientas.
Tiene más de veinte álbumes
con diferentes temáticas.
Hoy estamos sentados en el sillón
viendo uno que se llama Ventanas.
Más de ciento cuarenta de diversos tipos
en distintos barrios de diferentes ciudades.
Me señala una ventana que tiene
unos nueve pequeños cristales por hoja.
Treinta y seis rectángulos en total
en un marco de una madera robusta.
Puede que un poco presuntuosa.
La mayoría de las ventanas nos muestran
como nos ven las personas que están dentro
y como quieren que los veamos – dice.
Ésta ventana es de un chalet de un barrio especial,
nos observa y nos dice: A mis dueños
les fue muy bien en la vida, ¿ves?
Ésta otra es de un barrio obrero, ¿te das cuenta?
Vuelvo a asentir con la cabeza como para que crea
que la sigo y pienso que está bastante claro
que es otro tipo de ventana, pero que nunca
me he detenido a hacer un análisis detallado
de todas las ventanas que veo a diario.
Le pregunto a qué se refiere precisamente.
La ventana sólo tiene un cristal muy grande
y un marco común, probablemente de aluminio.
Absoluta simpleza.
Una se imagina que dentro podría vivir
una pareja que está compartiendo
algún vino recio, una comida sencilla,
una cama con las sábanas ásperas.
Cosas simples, como la ventana,
no hace falta más, ¿no?
No – contesto mientras me levanto
del sofá y camino hacia la ventana.
Me quedo un momento observando a través de la ventana
la vista que tenemos del barrio y la posible vista que el peatón
puede llegar a tener de nuestra ventana.
Tengo la impresión de estar, quizás por primera vez,
en el lugar acertado.
No nos hace falta más – concluyo.
1989
No se vayan a las vías – dice T.
Ahí nos vamos directamente
y nos recostamos un buen rato
sobre las vías tibias.
¿Y si viene el tren? – le preguto a J.
Nos levantamos echando putas – responde.
Además falta un buen rato para que pase.
Esto pasa en algún pueblo
de mala muerte, bien al sur.
T. trabaja para C.N.E.A.
y lo cambian de centro
casi cada dos años.
Éste pueblo en particular se parece
bastante al de La Casa de Cera.
Una cancha de fútbol,una plaza,
cuatro barrios, un cementerio y
un complejo hasta el techo de uranio.
Se intuye que lo mejor está en el viejo
Barrio Atómico abandonado
que está del otro lado de las vías.
J. me alcanza un artefacto.
Dijiste que sabías tirar con ésto ¿no?
Sí. Eso en El Show del Chavo se llama resortera.
Andamos un poco y empezamos a tirar
a medida que nos vamos acercando
a las casas abandonadas.
Willard y Kilgore abrasando Vietnam,
el ruido de una piedra que golpea
algún techo de chapa o alguna ventana casi intacta.
Como en muchos otros momentos
en los que me he sentido fuera del tiempo,
hay un algo que me ha devuelto a la realidad,
y en esta ocasión, ese algo es un alguien que acaba
de salir de una de las viviendas que teníamos como objetivo.
El tipo no tiene pinta de Coronel Kurtz ni mucho menos,
mas bien vendría a ser como un David Carradine chubutense o algo
así.
Prepará un par de piedras por si acaso…
no sea cosa que el tipo sea un pervertido de esos
que te quieren ver el culo o el pito – dice J. apelando
a su Guía de Información para la Supervivencia.
Puede que el tipo sea un poco extravagante
pero no es un descalabrado.
Nos cuenta dos o tres historias bastante buenas
y le regala a J. un pequeño trozo de chapa
cuando nos despedimos.
Dijo que era una grulla, un amuleto de protección.
Es una tapa de aluminio de una botella de vino Resero
un poco aplastada y con forma de triángulo rectángulo.
Dos leves dobleces donde los ángulos agudos.
Pienso que aunque una persona se tome sola
toda la botella de vino, no se imaginaría
que eso se parece en algo a un ave.
De regreso a la casa de T., volvemos a parar
en las vías y esperamos un buen rato hasta que vemos
el tren aproximándose a lo lejos.
J. saca el amuleto de su bolsillo y lo pone sobre la vía
lo machaca con una gran piedra como si fuese parte de un ritual.
Luego nos quedamos un momento sentados muy cerca de la vía,
en silencio, mirando al tren alejarse.
Y verificamos que el amuleto haya quedado bien aplanado.
Por si las moscas – dice J.
Check-in
Nos encontrarnos en una pequeña cafetería
de un enorme aeropuerto.
Tostadas diminutas servidas en minúsculos platos de diseño.
El café vertido con un gotero.
Junto a los reducidos cristales que tenemos enfrente
se acomodan los gigantescos aviones, para completar el simple cuadro
de las desproporciones.
Ahora sus motores mudos descansan ociosos y subrayan
la inusual belleza las naves inmóviles que invitan a ser abordadas,
a buscar un destino feliz o una historia inolvidable.
Lo que probablemente no sea otra cosa que partir
de una imagen equivocada.
Como soñar un mundo posible en la cabellera roja de una mujer
que pasa por mi lado con una microtaza de té.
La mesa que nos separa, es tan mezquina
que si uno de los dos extendiera su brazo,
podría tocar la cara del que está del otro lado.
Sin embargo se nos antoja como un océano,
el que nos separará dentro de poco más
de la mitad de un día.
Representamos tierra muerta separada
por miles de kilómetros de agua
o lo somos.
¿Podríamos habernos ahorrado este momento?
Hace algún tiempo, este silencio
nos podría haber bastado para regalarnos
al menos una ligera sonrisa, pero no ahora
que sabemos que este destino es inevitable
y es nuestro.
Puede que en este momento no exista nada más estéril
que la dialéctica de las despedidas.
El altavoz anuncia su vuelo.
Sólo veinte minutos faltan para que desaparezca
por la puerta de embarque número catorce.
Y nos metemos por unos instantes en un cubículo
para compartir un último cigarrillo.
Ni una sola palabra acertada,
sólo observamos la inmensidad del cielo a través de los cristales.
Le soltamos volutas de humo.
De esta manera damos tiempo a los pequeños cadáveres
para que hagan el check-in
y se acomoden en nuestros pechos.
Flores
A nosotros nos fue bien en la vida.
Mi viejo trabajó un poco más de diez
años en la panadería
hasta que el dueño
se jubiló.
Le dijo que como no tenía hijos
se quedase con la panadería
y se la fuese pagando poco a poco.
Como mi viejo no tenía otra figura paterna
y no había tenido nunca otro trabajo
compró la panadería como quien se compra
una postal del sueño sudamericano:
un trabajo seguro, una rutinaria vida con mujer,
hijos, coche, casa con jardín y perro.
Lo único seguro es que la jerarquía
de estos «elementos»
se iría alterando con los años.
La panadería se fue ampliando y modernizando
mi padre que había sido una rata se convirtió en empresario.
Mi madre dejó de tener que hacer malabares para poner
algo en los platos de los cinco, y se empezó a hablar del futuro:
universidades, vacaciones, mutuales, tal vez empleada en casa.
Así que los tres fuimos a la universidad.
El mayor que es el orgullo de la casa: médico,
agrónoma, la del medio y yo me convertí
sin saber cómo en profesor de historia.
Sin comentarios -ironizaría el doctor.
Mi padre tiene una hermana que se casó
con un policía que con el tiempo llegó a convertirse
en subcomisario y en un cabrón de mucho cuidado.
La creencia popular afirma que no le ha ido tan mal.
A la que no le fue tan bien es a la otra hermana,
mi tía la pobre, que no hizo más
que mutar en una rata topo reina.
Ya saben: ésa a la que se le estira la espina dorsal un tercio
más tras el primer embarazo, y luego se dedica
a aparearse con algunos de los machos de la colonia,
para así engendrar una veintena de hijos.
Mi tía parió a dos por marido, o sea catorce;
nueve obreros para la colonia y cinco firmes
candidatas a ratas topo reinas de nuevas colonias.
Viven todos en una casa de esquina de casi
doscientos metros cuadrados de un barrio de obreros.
La casa tiene unas cuantas divisiones de madera
que simbolizan los espacios de futuras subcolonias.
Tiene unas siete habitaciones y tres baños,
uno de ellos en lo que alguna vez fue un patio.
Aunque alguno de los que habitan la casa supiese
de la Casa Usher, sería incapaz de imaginarla más
triste que la propia.
A ninguno de los que les fue bien en la vida,
le gusta mucho visitar la casa, pero suelen
ir unos dos días al año, incluyendo el día de navidad.
Yo por mi parte acostumbro a visitarlos con
frecuencia, quizás porque no me da tanta pena que no les
haya ido bien en la vida como a los demás.
O porque disfruto conversando con mi tía la rata topo reina
mientras liquidamos la tarde pasándonos el mate.
A veces me pregunta si me va bien en el trabajo
y yo le digo que sí, que más o menos.
Y me quedo un rato en silencio, sintiendo
que los pocos billetes que puedo tener
en el bolsillo del pantalón me queman la pierna
como cartuchos de balas que hubiesen sido disparadas
en los segundos previos.
Mientras tanto, la casa me muestra algún síntoma nuevo
de que se está cayendo a pedazos.
Contra lo que se podría pensar,
no es eso lo que más me deprime
sino el estado de los geranios y los malvones
que parecen haber sidos regados con napalm
en los días previos.
Masticar
Era apenas un niño
y dibujaba líneas descuidadas
como por ejemplo:
No entiendo ni entenderé a la naturaleza
no sé porqué se esfuerza inútilmente
mostrándose como si fuese una princesa,
si desde que te vi mis ojos solamente
contemplan los cielos recordando tu belleza.
Sólo tenías unos pocos años más que yo,
pero más vueltas que el cargador
del revólver de Billy the Kid.
Siempre te vestías para el éxito y decías
que me veías como a un mendigo pretencioso.
A pesar de todo el tiempo que ha pasado,
tu frase sigue sonando pertinente.
No creo que te hayas comportado
como una mala chica, sino que actuabas
de acuerdo a lo que creías que eras:
el anhelo de todos los que visitábamos
aquel viejo y oscuro apartamento frente al parque.
Hasta ese buen día en que desapareciste con
alguno que te ofreció un buen trabajo
o una historia alucinante que sonaba a futuro.
Por supuesto que nada que reprochar,
lo único que lamento es que no
te hayas llevado mis cuadernos.
Hoy estoy de vacaciones en mi habitación,
mientras la familia se aglomera junto a la mesa
como si no existiese un cebo alternativo
a todas esas bandejas. A toda esa farsa.
A mí, por otra parte, no me interesa
masticar otra cosa que no sea tu recuerdo
y continuar trazando líneas zaparrastrosas.
Estés donde estés: ¡Feliz Navidad!
Significado
Cada una de sus acciones poseía un significado íntimo y azaroso.
Si me estaba bañando y se metía conmigo para compartir la ducha, ese
día invariablemente llovería sin parar en todo la provincia.
Si algún día no le sacaba tarjeta roja al gato cuando se le antojaba
subirse a la cama mientras veíamos alguna película, pasábamos los
siguientes siete días y sus noches sin discutir.
Un día en el que se le hacía tarde para llegar al trabajo dejó una
toalla colgada en un espejo; tapándolo.
Ese día hubo un eclipse total de sol.
Otro día, por ejemplo, salió con sus amigas dejando la puerta del
departamento abierta de par en par.
Eso significaba que no iba a volver.