Revista Cultura y Ocio
La llamé cantando su nombre desde la puerta. Apareció como siempre por el patio de atrás, atravesando la galería por donde se enredaba una planta de frutos extraños que después se transformaban, como por arte de magia, en enormes esponjas. Yo no entendía cómo de una planta podían salir esponjas. Tampoco entendía por qué caminaba tan despacito. El eterno andar de Elvira avanzando hacia mí traspasó el tiempo de aquella tarde. Podría recrearlo infinitas veces sin siquiera cerrar los ojos, y Elvira continuaría caminando por la galería, igual que esa tarde, así de despacito. Cuando por fin llegó, me contó la noticia. Hablaba pausadamente, con la superioridad que le otorgaba haber sido ella la primera, y la consternación ante lo que le había sucedido. Yo la miraba sin poder salir del asombro, y, confundida, trataba de asimilar la mayor información posible, seguro no me faltaría mucho más. Con resignación repasamos juntas todas las indicaciones de doña Adelina. Durante esos días caminaría suave, evitaría jugar a la escondida, a la bruja de los colores, a los fosforitos, la rayuela, la mancha y ni hablar de saltar a la soga. Después nos sentamos en la paredita y nos quedamos muy calladas un rato largo, con las miradas perdidas en el parque, lugar donde transcurrían las tardes, testigo de lo que fue nuestra infancia.Texto: Ana Maria Ranieri