Revista Ilustración
que está muerto y que ha vuelto a por ti/ a por ti, a por ti/ a por tu alma, a por tu corazón
Nacho Vegas
Yo sí creo en amor. Y sé que tú también.
Tulsa
En mi descargo diré que la ingenuidad me pudo, que por fuera me hice mayor a pesar de que, recién afeitado, pareciera un adolescente. Al menos, eso creyeron los niños del pantano cuando nos abordaron aquella noche, curiosos. Uno de ellos preguntó: ¿sois novios? Y una tenue risa nos dividió el alma. Atravesándola. El niño atajó el asunto y se dirigió directamente a mí, con empatía, con toda la empatía que sus ocho o nueves años le permitían, y se respondió a sí mismo. Dijo: ah, es tu rollo. Luego dijo algo sobre no molestar: podíamos compartir su espacio. Éramos colegas. Hombres en un pacto de caballeros. Comprendimos en qué consistía la ternura y nos besamos sobre la arena. Hasta ese día, bajo las estrellas gigantes, pensábamos que la situación estaba controlada, que no hacía falta ponerle nombre a las cosas, que no era necesario acuñar significados extraordinarios. La herida sangraba, abierta, y recorrimos carreteras, bares, ríos o lagos derramando nuestra sangre, prestando nuestro llanto inmisericorde a los otros, presintiendo que la tormenta estaba a punto de descargar su alevosa crueldad sobre nosotros. Puede que necesitásemos esos significados, esas palabras y aprendimos a decirlas sinceramente: con mesura, con calma; nos dijimos tantas cosas que el SMS resultó imprescindible porque, en el fondo, teníamos todo por decir. Una preciosa historia entre las manos que escribíamos poco a poco. El cuerpo a cuerpo lo reservábamos para otras cosas: para tocarnos la piel y sonreír y creer, ciegamente, que todo saldría bien. Porque, claro, creíamos en el amor como nunca antes lo habíamos hecho y esa sensación puede resultar terriblemente adictiva. Después terminó el verano. Y llegaron las lluvias. Y el pánico. El pánico es la carretera angosta que nos empuja a la parálisis, dudando si descender hasta el valle o quedarnos quietos sobre el acantilado. Entonces yo canté: no quiero parar/ no quiero frenar, imitando patéticamente al maestro Josele Santiago. Y sopesé las posibilidades. Ahora o nunca, me dije. Ahora o nunca. Si algo me había quedado claro para entonces es que no estaba dispuesto a perderla de nuevo. La quería. Con toda mi alma. Con el hambre de un mendigo delante de un plato de judías. Y se lo dije. Quería escribir en su patio, despertarla en mitad de la noche con un beso, abrazarla, follar sin ningún tipo de piedad, porque el romanticismo no está reñido con el sexo ni con el café caliente recién hecho, a primera hora de la mañana. Quería compartirlo todo. Con ella y no a ella. Egoístamente, quizá. Por su risa me convertiría en Napoleón si fuese preciso. Invadiría países y levantaría repúblicas a mi paso si ella me lo pidiera. No recuerdo si me lo pidió. Lo único que recuerdo es la sensación. De vivir, claro. De qué si no. Y la promesa, con una antigüedad de años, de que nunca jamás volvería a arrojar la toalla.