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alegría que todo está por descubrir
Rosendo
Amanecimos encerrados
en un amasijo de calles y llovizna,
empedrados dispuestos
para fomentar el tropiezo
y es que C. es la ciudad ideal
para las casualidades,
pájaros en la quinta,
chaquetas de pana delante de los focos,
el alcohol alimentando
las pastosas bocas de nuestros contertulios
y la gloria eterna a Kodak
y a las cámaras de fotos
-integradas en maravillosos
teléfonos móviles capaces
de inmortalizar y catapultar
cualquier hecho a cientos de miles
de millones de usuarios,
amigos al fin-
Me asaltaron los celos de la estupidez,
los caballos de la exaltación
y la noche se tornó laberinto,
el agua, el océano, la espuma blanca
anunciadora de la muerte,
la puntualidad británica y un paseo
de regreso
hasta las sábanas viejas y gastadas
de una pensión de mala muerte,
sin acento ni guiris ni café de puchero
al amanecer.
Farmacias abiertas
para salvar la vida y los adoquines
lanzándonos hacia el final de la costa,
allá donde se termina América
y comienzan los atascos
al abrumador calor de este sol
ficticio, cargado de nubes,
esta luz blanca y directa
que se cuela por el retrovisor
anunciano la cercanía y después, al poco,
la llegada.
Bienvenidos a París. Ciudad de plástico
y matrimonio.
Bienvenidos a una larga noche de rock
& roll,
al eterno vaivén
descosido de azúcar, vino peleón
y azar.
El azar, puede,
es lo que nos trajo aquí.
A La Vanguardia.