Revista Expatriados
Sin embargo el Gran Juego entre rusos y británicos seguía jugándose y al temor al enemigo ruso vino a añadirse la codicia mercantil como motor. La Compañía de las Indias concibió planes ambiciosos de abrir el río Indo a la navegación comercial. El Indo no sólo serviría de arteria comercial para conectar Punjab con el mar, sino que también conectaría con las rutas caravaneras del Asia Central. Lo único que hacía falta era tener en Kabul a un monarca dócil y vendido a los intereses de los británicos.
En Kabul ya había un monarca eficaz y expeditivo, Dost Mohammad, que era lo suficientemente pragmático como para aceptar una entente con los británicos por más que supiera que éstos habían financiado la reciente campaña de Shah Shuja para desalojarle del Trono. El Virrey Lord Auckland y su asesor William Macnaghten se emperraron en que Dost Mohammad era demasiado pro-ruso y que con él los intereses británicos nunca estarían asegurados. No quisieron creer que los gafes como las meigas, haberlos haylos, y consideraron que Shah Shuja era su hombre y que resultaba imperativo colocarlo en el trono de Afghanistán.
Los británicos comenzaron a planear una expedición en la que ellos pondrían las armas y la financiación y Shah Shuja y Ranjit Singh los muertos. Los británicos empezaron las negociaciones con Ranjit Singh, antes de comunicarle a Shah Shuja que lo mismo después de todo sí que recuperaría su trono. Ranjit Singh, astutamente, dio la vuelta a la tortilla. Su aportación sería básicamente logística y se centraría en la frontera, donde tenía intereses. Si querían guerra, los británicos tendrían que poner algunos muertos ellos mismos.
Cuando todo el pescado estuvo vendido, los británicos finalmente tuvieron la deferencia de comunicarle a Shah Shuja que volvería a ser rey. La oferta que le hicieron no es que fuera gran cosa: gobernaría sobre un Afganistán empequeñecido, tendría que mostrar deferencia a los británicos y debería pagar tributo a Ranjit Singh. Pero al menos sería rey. Hay contratos laborales con condiciones mucho peores. Y así se llegó al Tratado Tripartito de 1839 entre los británicos, Ranjit Singh y Shah Shuja.
Dado que los británicos no querían dar la impresión de que entraban en Afghanistán como invasores, necesitaban que Shah Shuja levantase un ejército puramente afghano que diese un aire local a la expedición. Como levantar ejércitos sin dinero suele ser difícil, tuvieron que adelantarle los fondos. A estas alturas del partido, ya muchos se habían dado cuenta que las habilidades de Shah Shuja para montar expediciones militares eran limitadas. Apenas hubo afghanos que se alistasen en su ejército, que acabó quedando compuesto básicamente por unos 6.000 indios indisciplinados y sin experiencia militar. Aunque siempre había estado claro que el peso de los combates lo llevarían básicamente los británicos, se había esperado que al menos el ejército simbólico de Shah Shuja sería un poco más presentable.
El embrión de ejército fue llevado a Shikarpur, que tenía la ventaja de estar lejos en la frontera, para intentar que aprendiese algo de disciplina. Su primera hazaña bélica fue el saqueo de Larkana una pequeña ciudad pacífica que caía en el camino. Para rematar, a Shah Shuja volvieron a subírsele los humos. Ya se sentía rey y comenzaba a tratar a la gente con altanería. Para compensar su hijo y heredero, el Príncipe Timur allá por donde pasaba daba muestras de su incompetencia.
Como todos los que lo han intentado antes o después, los británicos descubrieron que invadir Afganistán es mucho más complicado de lo que parece. Aparte de que no esperaban encontrarse con tanta resistencia, no habían hecho bien los deberes y comenzaron la campaña con un pobre conocimiento del país y de sus dificultades logísticas. Aun así, el 7 de agosto de 1839 los británicos entraron en Kabul, de donde Dost Mohammad había huido. A la cabeza del ejército iba Shah Shuja. Se le veía exultante. Por fin había cumplido su sueño de recuperar su trono. Estaba tan exultante, que no vio que los kabulíes le recibieron con un ánimo funeral.
William Dalrymple, en “Return of a King”, que es el libro que estoy siguiendo básicamente en esta entrada, piensa que, para que la restauración de Shah Shuja hubiera triunfado, los británicos deberían haberse retirado pronto, para no dar la impresión de que Shah Shuja era un títere en manos de un ejército extranjero de ocupación y no dar ocasión a que sus rivales levantaran la bandera de la guerra santa contra los infieles. Creo que Dalrymple subestima las dificultades a las que debía hacer frente Shah Shuja y sobreestima sus capacidades. Para sostenerse en el trono Shah Shuja hubiera necesitado importantes recursos financieros para sobornar a posibles rivales y atraerse a los jefes tribales. Bueno, ahí los británicos hubieran podido echarle una manita. En lo que nunca hubieran podido echarle una manita es en la falta de habilidad política de Shah Shuja. Demasiado puntilloso en cuestiones de etiqueta, ponía demasiada distancia entre sí y sus posibles aliados. Además, era un mal jefe militar: como estratega resultaba malejo y su manera de gestionar la logística, lo que Napoleón llamaba “el nervio de la guerra”, era un desastre. Creo que Shah Shuja sin un ejército británico que le apoyase, no habría durado mucho. Tampoco es que durase mucho con ese ejército apoyándole. Una crítica que hace Dalrymple y que sí me parece adecuada es que los británicos hubieran debido mostrarse más sutiles, menos imperiosos, no haber dado tanto la impresión, real por lo demás, de que ellos eran quienes dirigían el juego. Porque eso sí, desde el primer día, los británicos se comportaron de manera tal que era imposible llamarse a engaño sobre quién ejercía el poder real en Kabul y esa persona no era Shah Shuja.
Aunque Shah Shuja fuese un gafe y no fuese ninguna lumbrera, sí que sabía bastante más sobre Afghanistán que los británicos. Por ejemplo que uno no podía crear un ejército moderno a base de detraer los subsidios que se pagaban a los jefes tribales para que aportasen a sus guerreros. Sí, era un sistema anticuado y abierto a corruptelas, pero era mucho mejor que tener a los jefes tribales buscándote las costillas. Por otra parte ese ejército que los británicos levantaron y entrenaron, no tuvo muy claro a quién le debía lealtad, si a sus oficiales británicos o al soberano.
Cada vez más frustrado al constatar que apenas le dejaban poder real, Shah Shuja recurrió a los mismos viejos hábitos que ya había empleado en 1809 cuando su poder se tambaleaba: rodearse de pompa y boato y comportarse con altanería, para dotarse de una apariencia de poder, que escondiese la triste realidad de que el poder real lo tenían otros. Lo malo de esa estrategia es que le alienaba de las simpatías de sus súbditos, que preferían el estilo más de tú a tú de Dost Mohammad. Incluso los británicos se iban cansando de las audiencias y ceremoniales interminables de Shah Shuja.
El malestar que los agravios y la presencia continuada de los infieles en el país iban creando terminó por estallar el 2 de noviembre de 1841. Todo empezó con una revuelta en el centro de Kabul, cerca de donde los británicos tenían el tesoro. Curiosamente, el único que se dio cuenta de que la revuelta podía y debía ser aplastada inmediatamente fue Shah Shuja. El alto mando británico actuó con una pasividad pasmosa. Incapaz de valorar la gravedad de la situación, dejó que pasasen las horas sin reaccionar y perdió la ocasión, que la tuvo, de haber aplastado la revuelta en su inicio.
Muchos de los que habían encabezado la revuelta eran realistas y por la tarde fueron a la fortaleza de Bala Hisar para pedirle que liderara la lucha contra los infieles invasores. Pero resultó que en un país donde la traición era el deporte nacional, Shah Shuja, a pesar de sus muchos defectos, sí que tenía una virtud: la lealtad. Respondió que no podía revolverse contra quienes le habían acogido durante treinta años en el exilio. Decepcionados, los rebeldes se fueron, llamándole a media voz: “Infiel”. Shah Shuja acababa de sellar su suerte.
Después de muchas vicisitudes, en las que los mandos británicos dieron muestras una y otra vez de pasividad e incompetencia, el 6 de enero de 1842 el ejército británico partió de Kabul. Muy pocos sobrevivieron a la marcha y volvieron a ver la India. Por cierto que, mientras negociaban su partida con los rebeldes, pasaron olímpicamente de cuál pudiera ser la suerte de Shah Shuja, al que dejaron abandonado en Bala Hisar con unos pocos fieles. Así correspondieron a su lealtad.
Curiosamente, en las siguientes semanas, ahora que no tenía a los ingleses incordiando, Shah Shuja demostró que más sabe el diablo por afghano que por diablo, y logró recuperar popularidad y maniobrar hábilmente entre los distintos jefes tribales para ganarse apoyos. No obstante era consciente de la debilidad de su posición y de que su principal baza era la fortaleza de Bala Hisar, que era inexpugnable.
Mientras Shah Shuja maniobraba en Kabul en busca de apoyos sin tener que revolverse contra los ingleses, Akbar Khan, el hijo de Dost Mohammad, estaba en el sur del país cosechando laureles en la guerra contra los ingleses. La presión sobre Shah Shuja para que se sumase a la guerra contra el infiel, empezó a crecer. Shah Shuja no quería ni traicionar a los ingleses ni abandonar la seguridad de Bala Hisar. Su esperanza era que los británicos enviaran un nuevo ejército a Afghanistán, pero el tiempo pasaba y el ejército, que ya estaban preparando no llegaba.
A comienzos de abril, no pudiendo resistir más la presión, Shah Shuja abandonó Bala Hisar para sumarse a Akbar Khan, que estaba asediando a los británicos en Jalalabad. Nunca llegó. En las afueras de Kabul, su ahijado Shuja al-Daula, que se la tenía jurada por una supuesta ofensa que le había hecho, le asesinó. Al menos, como consuelo, Shah Shuja murió siendo rey.