Esa noche apenas pudo dormir. No le molestaba tanto el haberla absuelto, que a fin de cuentas ya sabría Dios si el arrepentimiento había sido sincero, como el sentirse cómplice de Doña Esperanza. Saber que había matado a su marido y no decírselo a la policía era casi como haberle ido a comprar los polvitos blancos para el café del Señor Rogelio.
Quería consultar con alguien, pero no sabía con quién. Si iba al Señor Obispo, que era nacionalista militante, la única reacción que obtendría sería: “Pero bueno, ¿en qué lengua se confesó? ¿En catalán o en castellano?” Y, sí, para terminar de estropearlo, Doña Esperanza se había confesado en castellano.
Tampoco podía consultarlo con otro párroco. Por unas razones o por otras se había ido aislando y no había ninguno de quién se sintiese tan próximo como para confesarle su dilema. Los compañeros de seminario de los que había estado más próximo se habían ido saliendo uno tras otro. Los demás no le habían perdonado lo de las melenas, Bruce Springsteen en la iglesia y el reportaje de “La Vanguardia”. Sus quince minutos de gloria habían fastidiado a muchos que no los habían tenido y que a veces hasta dudaban de conseguir la otra Gloria. Para el amanecer había llegado a la conclusión de que la única salida pasaba por convencer a Doña Esperanza de que confesase voluntariamente ante la policía. Las siguientes semanas hizo múltiples intentos de abordar a Doña Esperanza, pero todos fueron en vano. Si se la encontraba en la calle, al momento cambiaba de acera. Si venía a Misa, la veía que salía a la carrera apenas decía el “Podéis ir en paz”. Si la llamaba a casa, el teléfono sonaba en vano y si se acercaba hasta su edificio y golpeaba la puerta, nadie atendía por más que le pareciera oír un respirar quedo al otro lado. La noche que celebró el funeral del Señor Josep, que era vecino de Doña Esperanza, la vio al fondo y decidió que esta vez no se le escaparía. Celebró a la carrera, pensando todo el rato en la conversación que tendría luego con ella. De puro distraído hubo un momento que se creyó que estaba en un bautizo y estuvo a punto de pedir a los padrinos que diesen un paso al frente. Salvó la situación en el último segundo diciendo que diesen un paso al frente quienes creyesen que la muerte inopinada no iba con ellos. Tras el funeral, dio los pésames correspondientes aceleradamente. No quería que Doña Esperanza se le escapase. Afortunadamente el Señor Josep no despertaba de muerto muchas más simpatías que de vivo y en cinco minutos se quitó ese trámite y pudo dirigirse a Doña Esperanza, que estaba sentada en un banco, rezando el rosario y tan tranquila, que casi parecía que le hubiera estado aguardando. - Hija mía, tenía muchas ganas de hablar contigo. ¿Te importaría pasar un momento a la sacristía para que charlásemos?- Desde luego, Padre. Yo también quiero hablar con usted.Mientras la conducía a la sacristía, no pudo dejar de pensar lo que engañan las apariencias. Doña Esperanza era menuda y tenía el aspecto de una abuela cariñosa y despistada. Andaba a trompicones como los patos y si no ponía cuidado se tropezaba con las cosas. Lo único que rompía esa imagen entrañable era su voz, seria y seca como la de un general. Se sentaron uno enfrente del otro y apenas lo hubieron hecho, se le fueron de la cabeza todos los discursos que tenía preparados. Había algo en la mirada de Doña Esperanza, magnificada por sus gruesas gafas, que hacía que se le borraran las ideas.- Padre, deseo confesarme.- De acuerdo, hija. Cuéntame.- No era eso lo que había preparado, pero se hallaba tan desconcertado que hasta una confesión le pareció mejor que el silencio.- Padre, yo maté al señor Josep.- Hija…- Le empezaron a temblar las rodillas y sintió frío en la nuca.- Tenía que hacerlo. Era muy desagradable. No paraba de incordiar en el vecindario. ¿Sabe lo que era intentar dormir por la noche con el sonido de su televisión, que la ponía con el volumen al máximo alegando que era duro de oído, cuando todos sabíamos que lo hacía por fastidiar? ¿Y lo de las cacas de su perro, que le hacía que cagara junto al portal? La de veces que las pisé con las ruedecillas del carrito de la compra y el estropicio que hice en el suelo de casa….- Pero, hija, ésas no son razones para matar a una persona.- Era un mal hombre. No respetaba a sus vecinos. Una vez le vi que rayaba el coche del carnicero de la esquina porque decía que le había estafado en el peso. - Hija mía, tú no eres Dios para decidir quién es bueno y quién es malo, quién merece vivir y quién no. - Si Dios hubiera querido que viviera no me lo habría puesto tan fácil para que le echara unos polvitos en el café. Fíjese, el bar del Ferrán todo abarrotado de gente y nadie se dio cuenta de nada. No me diga que eso no es la Providencia divina. - ¿No has pensado en el daño que has hecho a sus deudos?- Le entraron ganas de llorar, no sabía si por impotencia, por rabia o porque sentía que esa situación se le estaba yendo de las manos. - ¡De qué deudos habla! Estaba viudo y su único hijo no le puede ni ver, que no venía ni a felicitarle las Navidades.- Hija mía, no puedes seguir matando gente.- Tampoco los mato tanto, si para lo que les quedaba… El Josep con lo que fumaba y la tos seca que tenía, seguro que estaba incubando un cáncer de pulmón. Pero bueno, Padre, no nos enrollemos. ¿Me va a dar la absolución?- No puedo. No estás arrepentida. Ya es la segunda vez.- Cuando estaba casada y me venía y me confesaba que me masturbaba porque mi marido no me satisfacía, no me contaba las veces.- No es lo mismo masturbarse que asesinar.- Ahora estábamos hablando del arrepentimiento. Yo estoy arrepentida. No quería matar al Josep. Si hubiera sido mejor persona, no le habría tocado. Le entró una especie de flojera metafísica. Algo así debió de sentir Jacob cuando peleó con el Ángel del Señor, aunque seguro que el Ángel era mucho menos correoso. Sintió como si el asiento de su silla fuese un desagüe y por allí se le estuviesen yendo todas las fuerzas. Su voluntad se había esfumado, sólo quería terminar, hacer lo que Doña Esperanza le dijera e irse Alzó la mano casi a su pesar y entonó la fórmula de la absolución. Hasta se le olvidó ponerle penitencia.Aquella noche durmió entrecortadamente. Apenas cerraba los ojos, le venían imágenes de pesadilla. Aunque las olvidaba al momento, le quedaba la impresión de que en todas ellas figuraba Doña Esperanza. Se despertó ojeroso y con dolor de cabeza. Tenía la lengua pastosa y a garganta reseca. Si hubiese llevado una vida menos santa, habría sabido que tenía todos los síntomas de una buena resaca, pero en su caso era simplemente el efecto del miedo. Se miró al espejo y se descubrió como un hombre maduro y perdido, más bien asustado. “Si quieres aventura, jódete”, se le cruzó por la cabeza y decidió que se mojaría. Iría a casa de Doña Esperanza. No cejaría hasta que no hubiera hablado con ella y la hubiera convencido de que se entregara a la policía. Encuanto lo hubo decidido, se sintió un poco mejor. Se terminó de asear rápidamente, se vistió y salió a la calle. “Señor, sabes que como cura siempre he sido un poco capullo. Pero mis intenciones siempre han sido las mejores”, susurró mientras andaba por la calle. Diosera un poco como el Señor Obispo. Tan cerca y tan lejos. Uno nunca estaba seguro de si sus preces le llegaban. Como Dios reaccionase como el Señor Obispo con lo de las goteras de la sacristía y las demás reparaciones… Pero no, sabía en su corazón que Dios de alguna manera estaba con él, que había estado con él desde que usaba melena y ponía a Bruce Springsteen, que Él sí que había sabido ver todo el amor que puso en la campaña “Si quieres aventura”, que tal vez no quiso que triunfara para bajarle un poco los humos y mostrarle que su vocación era el sacerdocio, no el márketing. Y con estos pensamientos se encontró ante el portal de Doña Esperanza. Se detuvo un momento. Se persignó y entró.Para su sorpresa, fue al segundo timbrazo que Doña Esperanza le abrió. Era toda sonrisas y vestía un traje floreado que ya estaba anticuado el día de su boda. Se fijó que él se fijaba y sonrió con una cierta coquetería. “A Rogelio nunca le gustó que me pusiera este traje. Decía que era como de fulana. Pero ahora… A mi edad ya nadie puede acusarme de despertar pensamientos libidinosos.”- Hija mía, no deberías hablar así.- ¿Qué quiere, Padre? ¿Qué mienta y diga que me siento muy apesadumbrada? No, me siento como me siento y aunque tratase de fingir, aquí dentro tengo mi corazón y ahí arriba está Dios, que saben lo que se cuece en mi cabeza.“¡Qué más quisiera que saber lo que se cuece dentro de su cabeza o, ya puestos dentro de la mía!”, se dijo y casi envidió la seguridad de ella. Hacía casi quince años que le faltaba esa certeza, casi desde el momento en el que el reportero aquel se alejó con su grabadora y su máquina de fotos. - Le veo con mala cara. ¿Quiere que le prepare algo?- Sí, por favor. Deme un café a ver si me animo. Esta mañana no he desayunado nada. - Se desvive demasiado por la parroquia y no se cuida lo suficiente.Mientras Doña Esperanza se iba para la cocina, se sentó junto a la mesa camilla. Se sentía muy cansado. Ya no era sólo la cuestión de Doña Esperanza, sino la duda de si él servía para esa vida. ¿Y si la vocación que vio tan clara a los diecinueve años no hubiese sido más que un espejismo, una cabezonada de adolescente tardío, un gesto de arrogancia de creerse capaz de servir de intermediario entre Dios y los hombres? ¿Y quién intermedia por el intermediario cuando éste está perdido? Volvió Doña Esperanza. Traía una bandeja con un café humeante, un zumo de naranja, dos tostadas doradas y un platito con mantequilla y un botecito de mermelada de naranja amarga. Eran como los desayunos que le traía su madre, antes de irse al seminario. Le pareció que una lágrima le asomaba por el ojo.Doña Esperanza se sentó junto a él. Le veía comer en silencio y le parecía que era la misma mirada que se le ponía a su madre en aquellas mañanas. Esta vez sí que tuvo la certeza de que una lágrima le había asomado al ojo y le resbalaba por la mejilla. Talvez ésa fuese la respuesta de Dios a su oración de aquella mañana: un café, un zumo de naranja y unas tostadas. Tal vez todo fuese así de simple después de todo y la mayor aventura fuera que a uno se le derritiese la mantequilla en la tostada recién hecha.