Siempre bajo la lluvia (1)
El cine --como cualquier arte narrativo-- sigue abusando del Amor Romántico como excusa para dar un toque humano (eso cree la mayoría) a toda clase de películas. Los sentimientos siempre se presentan como la imperfección que nos convierte en personas y nos diferencia de la fría tecnología; nos hace romper las reglas, improvisar por encima del desierto programado. Esta idea suele expresarse como un amor imprevisto, desvelado en una explosión incontenible de sinceridad por parte de uno de los amantes, normalmente en el último tercio de película, y siempre bajo la lluvia. Hay tantas maneras de encajar el tópico narrativo de la lluvia en una historia como películas se han rodado; es imposible hablar de una pauta, excepto su propia presencia con una significación sospechosamente idéntica. Y cuando más nos chirría como espectadores es cuando sirve para declarar un amor que surge de pronto, sin indicios previos, como una forma chapucera y rápida de cerrar una historia que amenaza con echarse a perder. Pero cuando está bien incrustada en el relato nos resulta gratificante porque finalmente la película ha logrado colmar nuestro deseo interior de ver a los protagonistas juntos (un deseo que la propia película ha alimentado y dosificado convenientemente).
La narración de los primeros momentos de una relación romántica es la base de infinidad de novelas, obras de teatro, sitcom, canciones, realities y películas: asistimos --en calidad de cómplices privilegiados-- a los desencuentros y encontronazos iniciales, las primeras citas, las pruebas de amor verdadero, la culminación sexual, los malentendidos, la reconciliación y/o la ruptura... Resulta una experiencia excitante para las audiencias de todos los tiempos y culturas. Es una fórmula que todavía no presenta síntomas de desgaste, al contrario, exhibe variedad y fuerza en todas sus variantes conocidas.
En este esquema una escena de amor bajo la lluvia es un recurso sencillo, natural, elegante y capaz de vehicular significados complejos (según se dispongan dramáticamente sus diferentes elementos), y por eso es uno de los más reiterados. Es casi una constante en todo filme que incluya una trama romántica al estilo clásico. Es tan, tan habitual que en cuanto vemos aparecer la lluvia nos atrevemos a adelantar --usando la información que nos ha proporcionado el relato hasta ese momento-- todo lo que va a suceder a continuación (y pocas veces nos equivocamos, todo hay que decirlo). La lluvia que empapa a los protagonistas actúa como una metáfora perfecta: se supone que limpia los errores del pasado, santifica las promesas de futuro y aporta posibilidades de potenciar la estética visual de la película (ofrece una oportunidad para lucirse con la fotografía y/o la dirección artística).
Pero no es sólo la lluvia, es el hecho de que uno de los dos amantes aparece de pronto, sin que venga a cuento, simplemente para satisfacer nuestra pulsión de final feliz. Desde un punto de vista sociológico se trata de un rescate en el sentido más rancio (la mayoría de veces es él quien va en busca de ella), una situación absolutamente patriarcal y machista (si son ellas quienes acuden a buscarle a él parecen patéticas, desesperadas o perracas en celo). A pesar de toda esta mala prensa (como implicación de significado, no como recurso dramático) ahí sigue, exhibiendo su vigencia en toda clase de historias: Desayuno con diamantes (1961) quizá el hito moderno que estableció este tipo de finales, pero ya ahondaron antes que ella películas como El hombre tranquilo (1952), y después Cuatro bodas y un funeral (1994), Los puentes de Madison (1995), Great spectations (1998, 2012), Sweet home Alabama (2002), Quiéreme si te atreves (2003), El diario de Noah (2004), Match point (2005), Spider-Man 3 (2007), Australia (2008), High School Musical 3 (2008), Crazy, stupid, love (2011)... Incluso el episodio crucial de Cómo conocí a vuestra madre (2005-2014) es un encuentro en pleno chaparrón en la estación de Farhampton. A poco que suenen los títulos se podrá apreciar el desplazamiento producido desde la originalidad --parcial o no-- a lo banal forzado.
Las películas no tienen que ser libros de texto equilibrados, ni limitarse a exhortar algunos principios de progreso del pasado, ni sus protagonistas (por muy guapos y guapas que sean) tienen que ser modelos de conducta socialmente aceptables. A estas alturas de milenio seguimos confundiendo el deseo (incesantemente alimentado a base de glamour) con la admiración y/o la emulación. Quizá eso explique parcialmente por qué buena parte de la población mundial sigue creyendo --aunque sea remotamente-- en la posibilidad de que, el día menos pensado, quien de verdad amamos, venga a buscarnos en plena noche, y que nos está esperando en el portal de casa, que lo vemos ahí plantado, deseando alegrarnos el largo y agotador día de trabajo que hemos pasado. Otras veces soñamos que esa persona aparece en plena reunión de amigos, o delante de nuestra familia, o de las personas que nos caen mal y a las que queremos cerrar la boca con un gesto así de romántico. Deseamos en secreto que irrumpa en nuestra vida para decirnos que estaba equivocado/a, que siempre nos ha querido, que se lo dirá a quien haga falta, y que será para siempre. Y para que todo parezca más dramático, como una especie de expiación, un momento perfecto, por eso siempre está lloviendo. Las declaraciones, las reconciliaciones, las rupturas, los rescates, siempre son bajo la lluvia. La cosa es que el tópico de la lluvia coincidiendo con el clímax de la sinceridad y los sentimientos goza de buena salud: cambia la orientación sexual de la pareja, la ciudad, los diálogos, el objetivo final... Es igual, siempre hay lluvia para empapar y hacer más guapos a los personajes.
Y así, con el uso, el recurso se convierte en código, y cualquier escena entre amantes (en cualquier momento del argumento) tendemos a interpretarla de entrada como una purificación, una promesa o un encuentro intenso, porque la metáfora de la lluvia expresa los sentimientos de los personajes (lágrimas, sufrimiento, cambio). Luego cada película sabrá por qué ha elegido el recurso de la lluvia (eso ya se verá), pero la cosa es que el código no escrito de la narración en el cine dice que lluvia es igual a escenita romántica. Desayuno con diamantes quizá es el filme que logró asociar el significado de la lluvia y el romanticismo dramático. Del abuso del código surge el tópico: el chico que viene a buscarla a ella, y la espera siempre bajo la lluvia; o ella que se se lo piensa mejor y deja al malote buenorro por el pardillo majo que es el favorito del público. Y en cuanto vemos la lluvia sabemos con toda seguridad lo que va a a suceder, y no nos equivocaremos porque la escena es un tópico, un recurso fácil y rápido para hacer avanzar --o cerrar muchas veces-- la historia. Titanic (1997) es la apoteosis de esta penosa depreciación. Y cuando el tópico ya no da más de sí y nadie se lo toma en serio llega la tercera fase: la parodia. Cuando nadie se cree lo de la escena bajo la lluvia se la puede usar para reírse de sus elementos dramáticos habituales (la espera, el discursito, el beso, las lágrimas...). Y es precisamente el tono sarcástico lo que hace que la admitamos en un filme que trata de rehuir los tópicos. La vida es bella (1997) contiene un ingenioso ejemplo de cómo darle la vuelta a una escena de lluvia. Y cuando esto sucede llega la última y cuarta fase: cuando un cineasta aprende a darle la vuelta al recurso y, sin despojarlo de toda su significación original, sabe dar o añadir un matiz que impide que la tomemos como una parodia, ni siquiera como tópico sin ironía. Y es entonces cuando nos vemos obligados a reconsiderar el siempre bajo la lluvia como otra cosa, algo nuevo o seminuevo que podría transformarse con el tiempo y la repetición en un nuevo código. Up in the air (2009) cambia la lluvia por nieve y además intenta quebrar nuestras expectativas en este tipo de escenas. Y así es como se retroalimenta la narración cinematográfica; por eso es capaz de evolucionar, cambiar el tono y el estilo: porque no todos los elementos fundamentales de la dramatización (los códigos básicos) cambian siempre ni todos a la vez, sino unos pocos cada vez (y no siempre de forma radical). Por eso el cine es ahora más complicado y sin embargo el público no se pierde con argumentos cada vez más sofisticados, porque cada película se construye sobre los logros de las anteriores, y todas hacen pequeñas modificaciones que las distinguen, y esos cambios provocan otros... Por muchas otras cosas, pero sobre todo por ésta, adoro el cine.
Somos románticos no porque el cine nos haya moldeado así, sino más bien al revés: el cine ha sabido explotar nuestra innata querencia a pensar que todo acabará bien, que nuestros sentimientos más íntimos (no confesados a nadie, supuestamente inviolables y no conectados ni influidos por nada del mundo real y sin que sepamos por qué) se abrirán paso sin necesidad de usar palabras, que bastarán unos gestos y calculadas causalidades para conseguirlo. Los humanos pensamos que los conflictos y deseos amorosos pueden decantarse a nuestro favor sin hacer nada, que basta con desearlo en nuestro pensamiento para que suceda. Neil Strauss lo resumió mucho mejor que yo: las personas tendemos a pensar que en la vida nos pasarán cosas buenas, y a fuerza de esperar se nos pasa la ocasión. Porque lo que deseamos no nos cae en el regazo, sino en un lugar cercano. Y tenemos que darnos cuenta, levantarnos y dedicar tiempo y esfuerzo para recogerlo. Y esto es así no porque el universo sea cruel, es así porque el universo es muy listo.
En cambio el cine romántico se empeña en adormecer lo que debería ser nuestro instinto natural, y por eso abunda en esta patología infantiloide de la gratificación sin esfuerzo, voluntad ni motivo: nos provoca en cada momento los sentimientos que mejor encajan con la película, y cuando por fin obtenemos satisfacción creemos que hemos sido nosotros quienes lo hemos logrado por el mero hecho de desearlo con el pensamiento, cuando en realidad es la película la que nos ha traído y llevado por donde quería. Desde luego que esto no es un invento del cine; basta echar una mirada a la ficción narrativa de los últimos quinientos años para comprobar que llevamos siglos alimentando nuestros sueños y deseos a base de negación y dilación. En todo caso, puede que el cine sea el arte que más intensa y eficazmente lo haya logrado. Y lo ha hecho hasta el punto de conseguir que tomemos por natural esa idea del Amor Romántico como un sentimiento que moldea nuestro mundo, cuando lo cierto es que somos nosotros quienes hacemos lo que sea para encajar en ese molde.