-¿Por qué nos llamas personitas y hombrecitos?
-Porque aún no han hecho suficiente daño como
para llamarlos personas y hombres
El autor
Un hombrecito consiguió empleo como capataz de ferretería en los suburbios del tiempo, donde el agua que se desecha es el agua que se bebe. Detrás de una caja de remaches, encontró un frasco de silencio, y procurando no ser descubierto, lo ocultó entre sus pertenencias. Ya en su casa, desenroscó la tapa y untó un poco de afonía en las tostadas a medio coser que merendaba cada tarde al volver del trabajo. Durante los días y las noches siguientes, el hombrecito anduvo callado, no triste ni apenado, sino callado. Al cabo de una semana fue despedido de la ferretería y, poco después, su esposita lo abandonó como si nada. Acudió, entonces, a los mejores especialistas de la medicina y acogió con esmero los consejos del antiguo chamán. Pero a fin de cuentas todo lo que intentaba resultaba inútil.
El asunto parecía no tener solución. Una tarde, torcido sobre su infortunio, el hombrecito se reprochó generosamente haber desperdiciado los verbos, los sujetos y predicados del pasado. Comprobó, también, y de mala gana, la importancia de los buenos modales: gracias, por favor, disculpe, lo siento. Y en menos de lo que canta un gallito, las personitas y los animalitos ofrendados a su amistad rehusaron la falta de educación. ¿Acaso te ha comido la lengua el ratoncito?, preguntaban preocupados. Fue entonces cuando se le ocurrió que el frasco de silencio podía contener en sus paredes las referencias del fabricante o tan siquiera la fecha de vencimiento. Sin embargo, la única advertencia rezaba: “Consumir moderadamente. Se desconocen los efectos de la ingesta excesiva”. Leyó y releyó una y otra vez las palabras, buscando en ellas un enigma a descifrar. Pero tras agotar las infinitas posibilidades, reparó en cuestiones antes impensadas: ¿Cual era la finalidad del silencio? ¿Quienes fabricaban y mezclaban los ingredientes en su justa medida? ¿Cuántos determinaban el punto exacto de cocción? o ¿Desde donde se distribuían los frascos? ¿Desde cuándo el silencio formaba parte de los víveres en demanda? Y la más importante de todas: Si la industria del silencio quebrará, los responsables, ¿hablarían al respecto?
“A esto se empeñan los funcionarios y las empresas…”, pensó y pensó el hombrecito antes de fraguar las vísceras de un plan ambicioso mediante el cual intentaría derribar las transparencias del imperio oculto detrás de aquel frasco que tanto daño le había causado. Comprendió, pocos pensamientos después, los impedimentos del caso. Tamaña empresa requería una cantidad abundante de esfuerzos y recursos que él no disponía. En primer lugar, la voz. En segundo, el temperamento revoltoso que caracteriza a los hombrecitos más distinguidos y resistidos. Finalmente, las circunstancias adversas ahogaron el fuego de sus pretensiones en el caudaloso torrente de la resignación, tan cercana al silencio. ¿Tan cercana al silencio? Efectivamente. Pues bien, si un puñado de lógicas fue capaz de producir frascos y frascos de silencio envasado, ¿por qué no aspirar a una industria abocada a la elaboración sistemática de la resignación? Claro, por qué no…Sonrió y contuvo las lagrimas, ojalá estuviera su esposita allí, para verlo resurgir de las tinieblas, de su propia serenidad.
Unas pocas horas le bastaron para diagramar y corregir cada mínimo detalle. Los paquetes y botellas de resignación se venderían aquí y allá; los interesados accederían al producto por una módica suma, aunque en principio -y sólo en principio- habría muestras gratis al alcance de la mano (esto, suponía, captaría la atención de los escépticos). Los jefes de las empresas incorporarían a la dieta de sus empleados una dosis semanal de resignación, pues de esta forma ninguno se quejaría por aquello que le pareciera injusto y mucho menos exigiría mayores beneficios de los que se le ofrecían. Ideas como estas atravesaban su ilusión de lado a lado, y la alegría embargaba al hombrecito de tan siquiera sospechar la buena vida que se daría a cuestas del conformismo ajeno; al fin y al cabo, se decía, él había sido victima de un emprendimiento similar.
Poco antes de que sus recuerdos se averiaran, una suerte de impulso febril lo indujo a elaborar las “Memorias para la muerte”, posteriormente llamadas “Memorias para la suerte”. En ellas abundaban las reflexiones que el hombrecito había acumulado durante meses en su cabeza, todas y cada una confeccionadas en la mayor y más estricta soledad. El último bosquejo, hallado entre las ruinas de lo que otrora fuera su hogar, formulaba los siguientes testimonios:
Esa voz no es ella, ni de ella, sino su voz.
El silencio es el ruido de un querer al sufrirse, al pudrirse.
Los silencios mas atinados son los que ocultan un beso y un amor impostergable.
El silencio es una repetición inconclusa de perfecciones por enunciarse.
Con todo, el hombrecito aún cobijaba en su interior la incertidumbre por el frasco de silencio que tanto nublaba la utopía arrendada momentos antes en los campos de su imaginación, como remedio de pesados pesares. Estaba dispuesto a desgarrar en pedazos su pasado para empeñar la veracidad de su renacimiento al sueño de la resignación. Fue en un instante de lucidez, cuando vertió el contenido del frasco en una alcantarilla incrustada a mitad de la avenida principal. Las tuberías de los suburbios del tiempo, conectadas bajo tierra por una inextricable red de caños oxidados ingeniosamente dispuestos, condujeron al silencio hacia la mesa de cada hogar, y de allí hacia la copa de cada personita, ingenuas personitas que olvidan a cada sorbo que el agua que se desecha es el agua que se bebe.<7p>
El hombrecito supuso que aquello del silencio colectivo era una broma de mal gusto y se recluyó en las profundidades de su habitación, situada en los confines del destiempo. El pasar de los días, incluidos el trajín y la perfidia, le demostró lo contrario. A tal punto, que la noche menos pensada, una horda de personitas indignadas rodeó y sacudió los cimientos de su casa, haciendo temblar el esqueleto de argamasa. Unas y otras gritaban, gritaban en voz alta, muy alta, pero de sus bocas no salía más que aire, aire impuro, aire duro. El silencio se concentraba en las gargantas y acentuaba las estructuras de la censura, encogía la carne de las cuerdas vocales. Al verlas aparecer a través de puertas y ventanas, el hombrecito tomó entre sus manos un recipiente colmado de resignación y las roció durante una insignificante cantidad de segundos. Las personitas salpicadas detuvieron la embestida a pocos pasos de la muerte sin comprender lo que sucedía. Soltaron las herramientas, y hundiendo la cabeza entre los hombros, se miraron resignadas. ¡Había funcionado, la invención del hombrecito había funcionado! Lástima que no estuviera su esposita allí, para verlo triunfar, para ver como a la larga los suburbios del tiempo se resignan al silencio.