© Stefan Zsaitsits
Nunca he sido muy buena midiendo. No sé calcular alturas, ni volúmenes, ni distancias, ni capacidades y al elegir un táper para guardar los restos de la comida siempre dudo, siempre pienso que voy a equivocarme, que será demasiado grande o demasiado pequeño. Tampoco soy buena calculando el tiempo que voy a tardar en llegar a algún sitio, en prepararme y, por eso, suelo llegar tarde. Solía, cuando iba a alguna parte. Ya no voy a ningún sitio.Ahora, además, soy malísima calculando lo que me durará la batería o las fuerzas para hacer algo por la tarde. La mañana, casi sin dormir, me muevo propulsada por el café, la pastilla, las tostadas y la ducha pero esa energía se acaba según se acerca la comida y a las tres de la tarde ha desaparecido por completo. Cualquier cosa que, al levantarme, planeo hacer por la tarde, se vuelve totalmente inalcanzable cuando llega el momento. Dicen que la energía ni se crea ni se destruye, pero en una depresión se destruye, se esfuma, desaparece, se queda reducida a lo justo para permitirte seguir respirando y darte cuenta de cuando tienes que ir al baño. El resto es imposible.
Cuando termino de trabajar me desplomo. No tengo ni siquiera ganas de leer. Me pongo a ver Silicon Valley, María se marcha a un examen, Clara a clase de baile. Se hace de noche y no enciendo la luz. Escucho el tráfico de mi calle, veo las luces encendidas en los edificios que rodean mi casa, me pregunto qué tipo de psicópatas viven en el piso que ha puesto unas luces de navidad que parecen las de poltergeist y se acabaran acuchillándose unos a otros enloquecidos por esa luz blanca que desde mi casa a cien metros en insoportable. Pienso en que no tengo nada obligatorio que hacer, que puedo vegetar sin sentirme (muy) culpable. Nada urgente, nada importante, nada vital. Vuelven las niñas, oigo el ascensor, sus pasos en el rellano y el giro de la llave en la puerta. Entran con cuidado, como si hubiera un enfermo en casa, hay un enfermo en casa. Se duchan, tocan la guitarra, cantan, se pelean por la franja de diez cm que une y separa sus mesas y que es su Linea Maginot. Lo que hay ahí no es de nadie y es de las dos y se defiende con la vida y a gritos. ¡Ese calcetín no es mío!¡Sí, es tuyo y lleva ahí tres días! ¡Hace tres días yo no estaba, ja...es tuyo!
Sigo en el sofá. Es de noche cerrada y agradezco tanto que sea diciembre y no mayo o junio con sus días eternos. Se está mejor de noche. Duele menos. Queda menos. Preparo la cena, el pollo se ha puesto malo así que solo hay brócolí. Larga vida al yogur griego de Mercadona en envase para zambullirse, que nos sirve de complemento. Vosotras, cuando estudiáis historia ¿Dónde os posicionáis? Clara lanza una de sus preguntas bomba que caen en medio de la conversación creando un vacío de sorpresa. ¿Qué? "Sí, que si sois realeza, nobleza, clero, burguesía o campesinado. Yo me pongo en la burguesía". No sé puede ser más personaje que ella, pero sacando temas de conversación no tiene precio.
Vemos Gambito de dama. No soporto el ajedrez, provoca en mí el mismo efecto que las matemáticas, los sudokus o la legislación sobre inversión en obra cinematográfica, no me interesa absolutamente nada. No me gustan los juegos de pensar, de contar, cuando juego a algo quiero divertirme, descansar la mente, distraerme, pasar el rato, perder. A ellas les gustan las escenas de ajedrez, saben jugar. A mí me gusta ver la serie con ellas y las faldas de vuelo de ser feliz. Y me gusta escribir cosas divertidas pero tampoco tengo energía para eso.