Revista Cultura y Ocio

Sin remordimiento

Publicado el 07 febrero 2011 por Trilby @Trilby_Maurier
El olvido es un don caprichoso, pero lo es más aún el recuerdo. Aquel profesor con ojos de egipcio, que todavía asalta alguna de mis reflexiones noctámbulas, ya me hizopensar una vez en la importancia de la memoria porque, al fin y al cabo, es lo que nos hace ser. Sin memoria, no existiríamos. Sin el recuerdo del ayer, naceríamos a cada instante y ese ejercicio de reiterada virginidad puede resultar algo agotador. Por eso me fascina pensar que no es la personalidad lo que nos define, sino el recuerdo que tenemos de nosotros mismos, nuestro empeño loco por perpetuar ciertas pautas que hacemos propias y que consiguen hacernos diferentes –un poco diferentes- a los ojos de los demás.

Pienso en esto ahora, después de haber vivido uno de esos episodios en los que uno recuerda con el piloto automático puesto, como cuando te atas los cordones sin hacer de tus dedos un nudo o como cuando consigues cambiar la marcha y pisar el embrague sin tener que coordinar cada movimiento. Resulta curioso, y me atrevería a decir placentero, vivir uno de esos instantes en los que la memoria hace su trabajo mientras tú asistes atónito al espectáculo del ayer. Que una melodía dé sus primeras punzadas y tu lengua, como recién levantada de su letargo, comience a danzar con la letra de la canción, sin dejarse una coma atrás. Por muchos años que hayan transcurrido, recuerdas hasta los chasquidos que da la música cuando ya no debes decir nada, recuerdas cada giro, cada agudo y cada grave, recuerdas y ni siquiera sabes cómo ni por qué, pero de pronto, tú ya no eres tú, sino la imagen caduca de tu pasado. Y una letra, una estúpida letra, se convierte en el viaje más fascinante que puedes hacer sin necesidad de soltar las amarras de tu propio puerto, porque ahí está todo, como lo estaba entonces: la quietud del campo y aquel DVD plateado que costó un riñón y que ahora cambiarías en cualquier CashConverter por un diente picado, pero que entonces era lo más y conseguía reproducir tus CDs mientras el logotipo con su marca rebotaba de un lado a otro dentro del marco de la tele. Sí, ahí están las horas, aquellas horas que vuelven: el olor de un invierno pausado y feliz, los muebles rústicos de la casa, el ladrido lejano de un perro, la cortina estampada que nunca lavaste, aquel sofá incómodo que conseguiste domar en alguna que otra siesta. Todo, en una canción. En una letra que atesoras en la memoria, sin darte cuenta, como si nunca se hubiese ido del todo y ahora regresase para proporcionarte esa misma placentera felicidad que te dan cinco euros arrugados en el fondo del bolsillo.

La memoria es caprichosa, pero no tiene prejuicios. Es como si todos tuviésemos nombre, pero nadie pudiese recordar sus apellidos. El recuerdo es puro hasta cuando nuestra imaginación pone de su parte al crearlo. Y lo más fascinante del recuerdo es que uno siempre lucha contra él, porque en el fondo, intenta echarle un pulso al tiempo y salir ganando, para traerlo de nuevo, o para echarlo de nuestra vida para siempre. El recuerdo está ahí, como esa palanca que te sube las lágrimas a la azotea al ver el final de Toy Story 3 o la secuencia en la que el foco descubre al personaje de Roberto Benigni en La vida es Bella. Es la misma palanca y son las mismas lágrimas, en ellas va algo de nosotros mismos. Y nos da igual que la película nos hable de unos muñecos a punto de convertirse en plástico fundido o de un judío luchando por sobrevivir al Holocausto porque el tornillo que nos atraviesa la tráquea es siempre el mismo y acaba por enjuagarnos los ojos sin ninguna clase de prejuicio. La náusea es instintiva, emocional, salvaje; el vómito, sin embargo, es un acto racional. Por eso, las lágrimas y el recuerdo son arcadas y hay que disfrutarlas como tales, así, como vienen desfilando, al igual que la letra de aquella canción. ¿Por qué ponerle apellidos?

Sin remordimiento


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